Rosario, osarios, cáncamos. Sueño.

domingo, 21 de noviembre de 2010

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Algo tienen los actos cíclicos que nos apaciguan. Como los rosarios o las letanías, corregir exámenes también nos deja alelados. Baja nuestro tono vital y, en contrapartida, se nos muere el ansia por ansiar. Cuando machacas a actos reiterativos tu vida, tu espíritu se libera de la exigencia de estar vivos. Te viene un bajón de actividad, se adormece el empeño, quedas en silencio, medio castrado, medio dormido, medio tranquilo, en cambio.

La luna está casi en todo lo alto. Pienso en el brillo ojeroso de los osarios, de los ritos, de los generadores de suerte. Me empeño por adorar mis secretos. ¿A quién se lo pido? A Dios, tal vez. A la Madre Iglesia, que ya sí tolera los condones, a los astros o a las musas. No me importa, porque no tengo una respuesta conclusiva. (Tal vez porque no la busco). Solo deseo soñar, sentir, que la próxima entrada, tal vez, me permita escribir con letras de oro la noticia que siempre he querido escribir.

Busco un cáncamo celúreo que me permita fijar mis sueños a mi vida, para mirarla sin torcer y sentirme orgulloso. Quiero fijar mi ambición, sentirla dentro, saberme domador de mis circunstancias, de todo aquello externo a mí que me rodea. Lo dejo sin decirlo, por si lo gafo. Puede que esta sea la semana, pero no lo digo. Puede que sea la semana. Puede que sí. Puede que sí. Y lo repito como un rosario, como una letanía. De ahí el símil.

Esta puede ser. La semana que me lleve a cumplir mi sueño. Puede que no, quién lo sabe. Pero puede que sí, y eso ya es mucho. Porque si cada día nos depara una oportunidad de cambiar nuestra vida para siempre, sospecho, esta vez va a ser algo más evidente de lo normal ese camino enterrado. Y si se desvanece, ¿qué? Y si se desvanece, se habrá intentado. Como otras veces, pero con más claridad.

No me asusta perder. Perder implica jugar. Jugar es divertido y nos permite seguir siendo niños. De ese modo, solo así, se inflama la

El país de las estrellas

viernes, 12 de noviembre de 2010

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La ciudad duerme, o eso parece. Desde aquí arriba todo es mucho más sereno. El cielo está pintado de ocres y pasteles. Amarillos y naranjas deslizados dulcemente tras el fondo celeste. Violeta difuminado para las sombras. Un ramajo en primer plano me distrae la vista, mientras trato de encontrar entre las callejuelas a cada una de las personitas que recorren nuestra ciudad, ese mundo que nosotros estamos creando y que tiene cada vez más vida. Parece como si cada paso que damos imprimiera una huella en un folio en blanco.

Pisada a pisada empiezo a intuir ciertas líneas que trazan nuestro propio universo. A donde nos lleve el viento, ahí llegará nuestra creación. Como cuando aún no había mapas y existían tantas versiones del mundo como personas. Como derramar una gota de tinta sobre el folio y soplar.

No conocemos, ni conoceremos, todas las calles y sus nombres. Sentimos, eso sí, los adoquines del suelo, la textura de las paredes, la atmósfera, el intimismo, las figuras que forman las estrellas, la magia. Todo aquello que hace que subir aquí cada mañana merezca la pena.

Han apagado las farolas, como si alguien que observa desde el mismo lugar que yo quisiera retarlos de pronto a sustentarse solos, a mantener la magia y la tristeza sin el respaldo de la noche. Ha sido como enfocarle de súbito la cara a un actor que susurraba versos hermosos tras la intimidad de la penumbra. Qué horror. Sierra nevada se da por aludida y se eleva aún más majestuosa. Ella no necesita de luces ni de sombras porque ya cuenta con el blanco y, por tanto, con todos los colores. Avanzo un poco más. Arriba, ya bajo el calor de un techo, alguien que acaba de llegar me intenta salpicar con sus problemas y su vida triste. Y yo me siento como si, de repente, me hubieran puesto una linterna ante los ojos. Quema y deslumbra, pero no encuentra lo que busca. La voz desiste, pero se fue la magia. ¿Es que nadie más lo ve? Ahí viene la profesora. Ojalá hubiera sido capaz de saltar.

Un sueño, o algo de eso

viernes, 5 de noviembre de 2010

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La miré a los ojos. Eran de un tono azul imposible. Supuse que sus labios serían más firmes que los míos. Frente a la mesa estaba de pie. Tenía los brazos cruzados y me miraba fijamente, haciendo confluir su acción con la mía. Contemplé la curva de su pelo, pendulante y petulante, sobre los hombros de su camiseta artesanal. Me recreé, con el rabillo, y va sin segundas, en sus pantalones vaqueros, que marcaban unos contornos perfectos. Naufragué errático, sin mucho acierto. Me sentí perdido bajo sus cantos de sirena rubia.

Cerré la puerta. Del espacio exterior se adueñó el estrépito de una tempestad jaleosa, atrozmente predadora de silencios y de pausas. Para cerrar la puerta has de levantarte, creo. La tuve a mi altura, por tanto. La contemplé, como se contemplan los fenómenos que verdaderamente nos sobrecogen y nos acogen. (O eso deseé yo).

Te pedí que vinieras porque quería darte esto. En mi mano derecha descansaba una pequeña pieza de metal. No era un pasador. Tampoco una cremallera. Era como esas cosas que se usan para... Bueno, esos artilugios que se parecen a los botenes, y que van en todas esas chaquetas que no llevan botones. Me refiero a... ¿Acaso importa? ¿Importa acaso? No sabría describirlo, pero tampoco deseo describirlo. En aquel momento, solo deseaba besarla.

Sentí que sus manos eran frías. Pensé que el frío modifica la trayectoria de los peces. Sus manos eran un ramillete de estrellas y de sueños. Las tomé y le deslicé entre sus dedos el objeto que formaba parte del trato. Y treinta y dos. ¿Por qué me había acercado tanto? Noté que mi pulso hacía de las suyas, ya que no podía hacerla mía, cubriendo de impronta mi impostura, como si fuera verdaderamente posible disimular que estaba tan nervioso como ella.

¿Significa esto que ahora vas a besarme? Asentí con un gesto diminuto. Noté que mi cuello estaba rígido, tan tenso como las conversaciones que mantienen los hombres que van a comenzar a dispararse. Ella sonrió y yo recordé los cascabeles de las estrellas del Principito. Pensé que, en algún lugar, en algún planeta, alguna flor sería devorada por un cordero en ese momento. Era imposible mantener la atención, pongamos en toda la galaxia, existiendo un ser capaz de sonreír de aquel modo.

Mi habitación estaba repleta de libros obsoletos, aunque la literatura sigue siendo básicamente la misma. Nadie ha escrito ninguna novela medieval, recientemente. Había polvo en el aire, y una esquirla de luz se cruzaba frente a nuestros sueños penetrando una distancia diminuta, un resquicio de voz, la terca plenitud vivaz de aquel silencio. ¡Demonios! No debo pronunciar “polvo” y “penetrar” en la misma frase. Me distraigo. Y quiero narrar un beso.

Me acerqué. Afuera quedaban lluvias, ciervos domados, facturas sin pagar y cuatro millones de chinos, tratando de abrir un restaurante. Detrás de ella quedaban los inspectores, el flujo de las mareas y de los astros celestes. A su vera, cómo no, los braseros arden, consumiendo visillos, maldiciendo el lodo de las ruedas que están presas por los charcos de lluvia.

Te tengo miedo, pequeña… ¿Te he dicho alguna vez que eres preciosa? Me aterra enamorarme de ti, llegar a necesitarte. Me da pánico mirarte y temblar, como ahora, pero todo el rato. Estoy condenado a temerte porque cualquier hombre ama y teme a una mujer preciosa. Porque tú, aunque no lo ves, pronto serás poderosa, y tendrás mi vida en tus manos, si me da por besarte, si termino esta frase de un modo valiente e inseguro.

Cállate, tonto. Se deslizó y mis pies se vieron diminutos de pronto, como vistos desde fuera, desde muy alto, desde el rincón más umbroso del telar clandestino que recubre la firme oquedad del firmamento.

Tomé sus muñecas, situadas detrás de su espalda, mientras me acercaba hasta sus labios. Ella cerró los ojos un instante, menos mal, y yo sentí que mis rodillas temblaban. Rocé su labio superior y me supe perdido. Y no supe parar porque su labio inferior estaba cerca de su labio superior. Rocé su lengua con la mía, en el mismo trazo, como quien colorea un tapiz inmenso y bello. Sentí el pulso en sus muñecas, mientras el brillo de su voz inundaba de sol la búsqueda de todo mi frío.

Rocé sus mejillas para cerciorarme de que era real. Pensé que era preciosa, ingenua, tan dañina y dulce, tal deslumbrante y divina, que era de ser aquel instante poco menos que un sueño.

Como cada mañana, sonó el despertador. Serían las seis. El Paseo de los Tristes aguarda de vida los despertares más puros. Pero maldije despertar, esta vez. Maldije con toda mi decencia el final de los sueños, mi regreso al vilo