Musgo entre las piedras

martes, 21 de diciembre de 2010

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…Echo de menos salir con mis amigos, no tener preocupaciones, dormir con la cabeza vacía y esa sensación de paz y tranquilidad que uno tiene cuando todo es un poco estable. Estoy cansada de acabar la tarde con las manos manchadas de rotulador, de mirar por la ventana, de no tener tiempo para salir a pasear, de tener pesadillas, de sentirme perdida y no saberme el nombre de las calles por las que paso, del calendario y los horarios, de los esquemas, resúmenes y documentos de word, de los trabajos en grupo, de los trabajos y de los grupos, del liderazgo, de que la Soledad sea mi mejor amiga en medio de tanta gente, de que me juzguen y me evalúen constantemente por cosas que no son realmente importantes y que mandaría a la mierda a cambio de un poco de paz.

Estoy agotada de que me persigan mis fantasmas allá a donde voy, de tener miedo y echarme a temblar cada vez que paro a coger aire. Estoy agotada de buscar seguridades y lazos con los que atar el futuro mientras camino por la cuerda floja día a día.

Me sienta fatal sentirme alienada. Todo mi ser se rebela contra ello sin que pueda evitarlo. Y es jodido, porque tengo que aprender a hacerme pasar por un perro tranquilo y leal cuando en realidad me parezco más a un bicho verde saltarín de ocho patas.

Días raros se van y días raros vienen. Ya pasará...


... Me encanta, sin embargo, ver crecer el musgo entre las piedras. Saber que hay vida después de todo. Y ver como, al final del día, he logrado vencer a las cuestas y las pilonas, a la noche y a sus fantasmas, a la soledad y al dolor, a la sensación de tener un puñal de hielo clavado en las rodillas todas las mañanas, al vacío, al calendario... y, en el fondo, a mí misma y a esos miedos que a veces se me cuelan en casa.

Curso para convertirte en musa

martes, 14 de diciembre de 2010

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Si quieres ser mi musa, habrás de quedar callada algunas veces. Otras, formular la pregunta precisa, fingiendo interés por mi respuesta. Tus manos serán la guía algunas otras. Has de consolarme, si el texto no sale, y subir mi ego siempre que me pierda entre los versos. Halagarme, hasta que me venza la vanidad, y entonces me devolverás de vuelta a los infiernos, con frialdad y sin mesura. Sé dulce, pero firme. Concédeme espacio e invítame a cafés del nueve, cuando mis párpados cieguen mi sed de actividad. Nunca más, nunca más del nueve, pues la vocación se pierde en los excesos, cuando entregamos demasiada densidad. Elige la canción adecuada, cambia los relojes, para que me vaya temprano a la cama. Anuda mis pies a la manta y no me dejes solo siempre que algo amenace con darme miedo.

Si quieres ser mi musa, cambia mis estados cuando haga frío. Cuando tiemble, abrázame. Pierde el tiempo en entenderme, y hazme ver que los reflejos del cristal no son los monstruos que vienen a buscarme. Déjame llorar, sin mirarme raro, y recuérdame cada cierto rato que no soy inmortal, que la luz se recarga, que hace frío si salgo a pasear sin la chaqueta puesta, que no me puede perderme la vanidad, si el éxito me llega.

Si quieres ser mi musa, no sientas celos del pasado, y jamás me preguntes cuánto dormí anoche, dónde perdí las cosas o cuánto dinero me resta en la cartera. Guarda mis secretos, aunque yo no sepa administrar los tuyos, y túmbate a mi lado, cuando veas que mis dedos, se desplazan despacio sobre el teclado, cuando comience a mostrarme, a postrarme cansado, cuando te requiera inmóvil, diminuta, cuando hayan de ser tus besos profanos, de prostituta santa, de virgen huida, los que me devuelvan al estado en que los hombres, sellan sus presagios.

Amanecen los tristes (o unas vacaciones en Punta Cana)

lunes, 13 de diciembre de 2010

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Los tristes comienzan a desperezarse. Abren las persianas y se quitan las legañas, bostezan y acunan entre sus brazos un nuevo día que está amaneciendo justo ahora. Los tristes despiertan justo cuando yo ya me voy a dormir. Mi batalla está ganada, he sido la mejor versión de mí misma por unas horas y estoy agotada… y ellos aún están empezando a cuestionarse si merece la pena presentar batalla un día más. Sin duda, aquí las cosas funcionan a otro ritmo.

Las luces están apagadas, el sol brilla, no hay velas ni estrellas, sólo una incómoda y nublada atmósfera de silencio y quietud. Se fue la magia. Una señora mayor espera el autobús y otra tiende la ropa en la puerta de su casa. Todo muy cotidiano, todo rutina. Tanto que cada mañana me atormento pensando que quizás, al caer la noche, todo continúe igual y no ocurra nada. Mi mente queda alerta esperando una señal, algo que me vuelque el corazón y vuelva a llenarlo todo de sentido. Nada ocurre. No hay señales, tan sólo habitantes de este pequeño pueblo que algún día sintieron esto y para las que tampoco hubo una señal. Personas que han olvidado la magia y se han acostumbrado a vivir en el lugar más bonito del mundo. No estás bien, amigo, sólo estás acostumbrado.

Pero no todo está perdido. Ella está allí, yo lo sé, en su rinconcito del mundo, radiante, siempre dispuesta a salvarme, siempre fiel. Me gusta sentir su presencia sin llegar a mirarla. Me calma tan sólo intuirla entre la niebla.

Entonces un chico sale de un portal y la mira sin rodeos, a los ojos, y yo me echo a temblar sólo de imaginar la preciosa y perfecta visión que están disfrutando esos ojos ahora mismo. Su mirada cambia, sonríe. Puedo verla reflejada en los ojos del muchacho. Qué bonita es, que nos hace a todos un poco más hermosos.

Alhambra, mi Alhambra, qué bonita eres. Das vida y sentido a todo lo que te rodea. Eres, como diría Coelho, madre e hija, ama de casa y prostituta, amiga y traicionera. Eres, para cada mirada, una Alhambra distinta. Eres el reflejo de nuestro mundo, el símbolo de un sueño, el descanso en el camino. Hoy te me pareces a un espejo que proyecta hacia mí lo que llevo por dentro, lo más hondo de mí misma.

Esto me recuerda a que cuando era pequeña me dijeron que mi nombre, Helena, significa luz, luz de luna. Y creo que en mi mundo y en mi forma de hacer las cosas todo está muy relacionado con la luz y con las sombras. Cuanta más luz proyecta uno más sombras lleva por dentro. Más oscuridad, más profundidad, más miedo, más vértigo.

Hoy eres un espejo, mañana quizás vuelvas a ser un montón de piedras y una foto hermosa lista para enmarcar. En cualquier caso, ha vuelto a ocurrir. La señal que buscaba ha aparecido. Ya vuelve la magia.

Rosario, osarios, cáncamos. Sueño.

domingo, 21 de noviembre de 2010

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Algo tienen los actos cíclicos que nos apaciguan. Como los rosarios o las letanías, corregir exámenes también nos deja alelados. Baja nuestro tono vital y, en contrapartida, se nos muere el ansia por ansiar. Cuando machacas a actos reiterativos tu vida, tu espíritu se libera de la exigencia de estar vivos. Te viene un bajón de actividad, se adormece el empeño, quedas en silencio, medio castrado, medio dormido, medio tranquilo, en cambio.

La luna está casi en todo lo alto. Pienso en el brillo ojeroso de los osarios, de los ritos, de los generadores de suerte. Me empeño por adorar mis secretos. ¿A quién se lo pido? A Dios, tal vez. A la Madre Iglesia, que ya sí tolera los condones, a los astros o a las musas. No me importa, porque no tengo una respuesta conclusiva. (Tal vez porque no la busco). Solo deseo soñar, sentir, que la próxima entrada, tal vez, me permita escribir con letras de oro la noticia que siempre he querido escribir.

Busco un cáncamo celúreo que me permita fijar mis sueños a mi vida, para mirarla sin torcer y sentirme orgulloso. Quiero fijar mi ambición, sentirla dentro, saberme domador de mis circunstancias, de todo aquello externo a mí que me rodea. Lo dejo sin decirlo, por si lo gafo. Puede que esta sea la semana, pero no lo digo. Puede que sea la semana. Puede que sí. Puede que sí. Y lo repito como un rosario, como una letanía. De ahí el símil.

Esta puede ser. La semana que me lleve a cumplir mi sueño. Puede que no, quién lo sabe. Pero puede que sí, y eso ya es mucho. Porque si cada día nos depara una oportunidad de cambiar nuestra vida para siempre, sospecho, esta vez va a ser algo más evidente de lo normal ese camino enterrado. Y si se desvanece, ¿qué? Y si se desvanece, se habrá intentado. Como otras veces, pero con más claridad.

No me asusta perder. Perder implica jugar. Jugar es divertido y nos permite seguir siendo niños. De ese modo, solo así, se inflama la

El país de las estrellas

viernes, 12 de noviembre de 2010

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La ciudad duerme, o eso parece. Desde aquí arriba todo es mucho más sereno. El cielo está pintado de ocres y pasteles. Amarillos y naranjas deslizados dulcemente tras el fondo celeste. Violeta difuminado para las sombras. Un ramajo en primer plano me distrae la vista, mientras trato de encontrar entre las callejuelas a cada una de las personitas que recorren nuestra ciudad, ese mundo que nosotros estamos creando y que tiene cada vez más vida. Parece como si cada paso que damos imprimiera una huella en un folio en blanco.

Pisada a pisada empiezo a intuir ciertas líneas que trazan nuestro propio universo. A donde nos lleve el viento, ahí llegará nuestra creación. Como cuando aún no había mapas y existían tantas versiones del mundo como personas. Como derramar una gota de tinta sobre el folio y soplar.

No conocemos, ni conoceremos, todas las calles y sus nombres. Sentimos, eso sí, los adoquines del suelo, la textura de las paredes, la atmósfera, el intimismo, las figuras que forman las estrellas, la magia. Todo aquello que hace que subir aquí cada mañana merezca la pena.

Han apagado las farolas, como si alguien que observa desde el mismo lugar que yo quisiera retarlos de pronto a sustentarse solos, a mantener la magia y la tristeza sin el respaldo de la noche. Ha sido como enfocarle de súbito la cara a un actor que susurraba versos hermosos tras la intimidad de la penumbra. Qué horror. Sierra nevada se da por aludida y se eleva aún más majestuosa. Ella no necesita de luces ni de sombras porque ya cuenta con el blanco y, por tanto, con todos los colores. Avanzo un poco más. Arriba, ya bajo el calor de un techo, alguien que acaba de llegar me intenta salpicar con sus problemas y su vida triste. Y yo me siento como si, de repente, me hubieran puesto una linterna ante los ojos. Quema y deslumbra, pero no encuentra lo que busca. La voz desiste, pero se fue la magia. ¿Es que nadie más lo ve? Ahí viene la profesora. Ojalá hubiera sido capaz de saltar.

Un sueño, o algo de eso

viernes, 5 de noviembre de 2010

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La miré a los ojos. Eran de un tono azul imposible. Supuse que sus labios serían más firmes que los míos. Frente a la mesa estaba de pie. Tenía los brazos cruzados y me miraba fijamente, haciendo confluir su acción con la mía. Contemplé la curva de su pelo, pendulante y petulante, sobre los hombros de su camiseta artesanal. Me recreé, con el rabillo, y va sin segundas, en sus pantalones vaqueros, que marcaban unos contornos perfectos. Naufragué errático, sin mucho acierto. Me sentí perdido bajo sus cantos de sirena rubia.

Cerré la puerta. Del espacio exterior se adueñó el estrépito de una tempestad jaleosa, atrozmente predadora de silencios y de pausas. Para cerrar la puerta has de levantarte, creo. La tuve a mi altura, por tanto. La contemplé, como se contemplan los fenómenos que verdaderamente nos sobrecogen y nos acogen. (O eso deseé yo).

Te pedí que vinieras porque quería darte esto. En mi mano derecha descansaba una pequeña pieza de metal. No era un pasador. Tampoco una cremallera. Era como esas cosas que se usan para... Bueno, esos artilugios que se parecen a los botenes, y que van en todas esas chaquetas que no llevan botones. Me refiero a... ¿Acaso importa? ¿Importa acaso? No sabría describirlo, pero tampoco deseo describirlo. En aquel momento, solo deseaba besarla.

Sentí que sus manos eran frías. Pensé que el frío modifica la trayectoria de los peces. Sus manos eran un ramillete de estrellas y de sueños. Las tomé y le deslicé entre sus dedos el objeto que formaba parte del trato. Y treinta y dos. ¿Por qué me había acercado tanto? Noté que mi pulso hacía de las suyas, ya que no podía hacerla mía, cubriendo de impronta mi impostura, como si fuera verdaderamente posible disimular que estaba tan nervioso como ella.

¿Significa esto que ahora vas a besarme? Asentí con un gesto diminuto. Noté que mi cuello estaba rígido, tan tenso como las conversaciones que mantienen los hombres que van a comenzar a dispararse. Ella sonrió y yo recordé los cascabeles de las estrellas del Principito. Pensé que, en algún lugar, en algún planeta, alguna flor sería devorada por un cordero en ese momento. Era imposible mantener la atención, pongamos en toda la galaxia, existiendo un ser capaz de sonreír de aquel modo.

Mi habitación estaba repleta de libros obsoletos, aunque la literatura sigue siendo básicamente la misma. Nadie ha escrito ninguna novela medieval, recientemente. Había polvo en el aire, y una esquirla de luz se cruzaba frente a nuestros sueños penetrando una distancia diminuta, un resquicio de voz, la terca plenitud vivaz de aquel silencio. ¡Demonios! No debo pronunciar “polvo” y “penetrar” en la misma frase. Me distraigo. Y quiero narrar un beso.

Me acerqué. Afuera quedaban lluvias, ciervos domados, facturas sin pagar y cuatro millones de chinos, tratando de abrir un restaurante. Detrás de ella quedaban los inspectores, el flujo de las mareas y de los astros celestes. A su vera, cómo no, los braseros arden, consumiendo visillos, maldiciendo el lodo de las ruedas que están presas por los charcos de lluvia.

Te tengo miedo, pequeña… ¿Te he dicho alguna vez que eres preciosa? Me aterra enamorarme de ti, llegar a necesitarte. Me da pánico mirarte y temblar, como ahora, pero todo el rato. Estoy condenado a temerte porque cualquier hombre ama y teme a una mujer preciosa. Porque tú, aunque no lo ves, pronto serás poderosa, y tendrás mi vida en tus manos, si me da por besarte, si termino esta frase de un modo valiente e inseguro.

Cállate, tonto. Se deslizó y mis pies se vieron diminutos de pronto, como vistos desde fuera, desde muy alto, desde el rincón más umbroso del telar clandestino que recubre la firme oquedad del firmamento.

Tomé sus muñecas, situadas detrás de su espalda, mientras me acercaba hasta sus labios. Ella cerró los ojos un instante, menos mal, y yo sentí que mis rodillas temblaban. Rocé su labio superior y me supe perdido. Y no supe parar porque su labio inferior estaba cerca de su labio superior. Rocé su lengua con la mía, en el mismo trazo, como quien colorea un tapiz inmenso y bello. Sentí el pulso en sus muñecas, mientras el brillo de su voz inundaba de sol la búsqueda de todo mi frío.

Rocé sus mejillas para cerciorarme de que era real. Pensé que era preciosa, ingenua, tan dañina y dulce, tal deslumbrante y divina, que era de ser aquel instante poco menos que un sueño.

Como cada mañana, sonó el despertador. Serían las seis. El Paseo de los Tristes aguarda de vida los despertares más puros. Pero maldije despertar, esta vez. Maldije con toda mi decencia el final de los sueños, mi regreso al vilo

Requiem para los vivos

domingo, 31 de octubre de 2010

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- El otro día fui a comprarme mi disfraz de halloween. Vamos a hacer una fiesta.
- ¿Una fiesta? ¿Y eso?
- Pues… por nada en especial. ¿Tú no te disfrazas?
- No. Yo no tengo nada que celebrar.


A raíz de esta conversación, que tuvo lugar hace un par de días, empecé a cuestionarme ciertas preguntas sobre el día de todos los santos. ¿No es curioso que elijamos un día al año para acordarnos de nuestros difuntos, y ese día acabe convirtiéndose en una fiesta de disfraces? Es injusto que no seamos capaces de respetar tan sólo esas 24 horas al año en las que hemos acordado honrar y tener presentes a los que ya se fueron. Es realmente cruel que no signifiquen nada para nosotros esos 1440 minutos que son tan largos y dolorosos para aquellos que sí sienten que este día es para recordar y llorar a los que no están.

Será que la muerte ya no nos duele y los funerales son una fiesta con tantos disfraces como halloween. Será que es más importante pasarlo bien y festejar los inventos americanos sin cuestionarlos, que dar las gracias a aquellos que nos hicieron existir. Será… qué se yo.

Quizás tenga sentido, sí. Le lloramos al perro cuando se pierde o al novio de turno cuando nos deja, pero enseguida nos olvidamos de aquellos a los que tanto lloramos en el velatorio. Debe ser que ya hemos adquirido una comprensión tan plena sobre la muerte que no nos afecta. O quizás es que ya no nos afecta nada porque estamos un poco muertos.

Hablando de gente que está un poco muerta. ¿Qué hay de los que siempre llegan tarde, los que pierden el tren, los que andan con la cabeza y las alas bajas, los que desaparecen, los que no aguantan el ritmo, los que arrastran los pies por el suelo, los que no dan la cara ni la talla? ¿Acaso esos no se merecen un funeral? Mira a tu alrededor. El mundo entero está lleno de caras pálidas, de muertos de hambre de abrazos; de ojeras secas, devastadas como un campo de trigo por el que nunca corrió una lágrima; de manos, puños y corazones cerrados que contienen y causan dolor; de seres inanimados que deambulan por la ciudad sin mirar atrás, ni tampoco adelante. Muertos vivientes que no sienten, sólo asienten y padecen su mal.

Por todos ellos sí me compadezco. Por los de los nichos no, para esos ya no hay vuelta atrás.

Himno a la vida

sábado, 23 de octubre de 2010

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Me gusta acostarme con la cabeza revuelta de pájaros, como los aledaños de un aeropuerto. Me gusta encontrar botellas rotas a los pies de la cama, botes de medicamentos, un cerco de pus sobre los vasos, que tiran piedras al letargo fugaz de esta madrugada rota. Me gusta medir los pasos y descubrir que van muchos, que me fui de más, que avancé hasta el lugar desde el cual es imposible regresar. Me gustan las heridas que no recuerdo haberme hecho. Me gustan las mujeres a las que no recuerdo haber besado. Me gustan los barrancos y asomar el coche demasiado. Me gusta marcar tu piel de tiralíneas, romper los muebles del IKEA, tirar las instrucciones del montaje de aquella mesa de madera sobre la que tratamos de hacer el amor, olvidando que tenía ruedas, o que nuestros cuerpos pesan demasiado.

Me gustan los charcos, porque reflejan las estrellas. Me gustan las cadenas, porque romperlas da placer. Me gustan los pelos que derramas sobre mi cama porque me recuerdan que estuviste a mi lado. Me gustan las garras, los rasguños, las alarmas, la fiebre turca que añade su espesura de paz a las noches de invierno. Me gusta el frío porque me aproxima a tus aledaños cálidos, a la proximidad sugerente de tus manos, del cartapacio que me impide perder los papeles. Aunque me gusta perder los papeles, claro, y perder el tiempo, y perderme en el tiempo, y dar de comer a esta madrugada los motivos que encuentro para llorar, para prender las antorchas diminutas con las que inflamas la ciudad cada noche.

Óyeme, no estés triste, ni lejos. Creo verte y toco tus miserias y silueta en la espesura.

Mientras te beso alcanzo a recordar que no lo he hecho todavía. Alcanzo a recordar lo lejos que estamos todavía de estar cerca. Mientras te beso recuerdo que no estás a mi lado, que carece de sentido decir que te tengo aquí, cuando no estás. Me gusta dejar a la mitad, las palabras, los parajes, pues las parejas y los silencios siempre nos dejan a medias. Y no sé qué más. Algo hay. Un sonido roto, en mitad de la noche, que me recuerda que ha llegado el momento de meterme en la cama para olvidarme de golpe del golpe, mientras cae el telón, mientras las tablas se rompen, del delirio granate de esta estación preciosa. Mi estación. Mi punto de partida. Tú.

Confesión

sábado, 16 de octubre de 2010

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No soporto a la gente que tiene miedo a volar. Perdón, a VOLAR. No soporto a esos que arrastran los pies a ras del suelo cabizbajos sin importarse de las estrellas, los planetas y los sueños. A esos que andan sin el compromiso de que un paso implique otro después, a los que vagan sin rumbo, a los que pierden el tiempo y mi tiempo.

No, de verdad que no me interesa saber qué viste ayer en la tele ni que me hables de tu última camisa. ¿Por qué eres tan triste? Es más, me irritan tus resoplidos, tus malas caras, tu falta de gana, que siempre vayas a medio gas. Y me irrita mucho no te irrite todo esto.

Te odio durante cada momento de tu vida en el que no sacas lo mejor de ti mismo, que no creas tu propia historia, que pasas desapercibido, que no alzas una palabra por encima de otra, que apenas ni respiras para que no sienta que estás ahí.

Me saca de mis casillas la gente que no se esfuerza, que no tiene capacidad de sufrimiento, que no ve más allá ni anhela un futuro grande. Los que nacen cansados y mueren cansinos. Los mantenidos. Los que se quejan ante el trabajo, los nuevos retos, los plazos de entrega y los compromisos. El “no puedo”, que no es otra cosa que “no quiero”. La mediocridad.

Vamos, di algo, lo que sea. Grítame, háblame de tus mejores insultos, arrástrame contra el suelo y demuéstrame que no tengo razón. Arriesga. Quiero sentir que estás ahí, que existes.

No soporto a la gente vulgar.

Gato y araña

jueves, 14 de octubre de 2010

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Cubre el pueblo una neblina torpe. Distingo los contornos de los edificios, los trazos finos de los pasos de las aves, de los contadores de luz, las sirenas suaves, de caderas anchas, de colas puntiagudas, con la frente repleta de humedades y de granos. Miro la brisa, como el loco que padece sinestesia. Araño un clarividente escorzo de sombra, de lumbre, de alumbre, que me arrulla y me desgrana. Me agrado, me limpia, mirarme desde fuera, como el guerrero victorioso que dejó a un lado la muerte y se decantó por vivir de pie, como si pudiera dormirse de pie, como si los verdaderos sueños, los más íntimos, se cimentaran de pie.

Vuela alto. Solo busco una mujer que vuele, tampoco pido tanto. Vuela alto. Nadie, en esta estación, en este otoño grave, comatoso, bien parecido (al invierno), resuena con voz nueva, como si las palabras importaran algo sin un tono adecuado. Vuela alto. En grises y blancos, tonos marrones, con algún turquesa, con algún quejido, violeta, como los labios que impregna el frío, de un pato roto, que naufraga en alguna maceta, de paquetes sin protección, sin soledad, sin bendición, sin fe. Vuela alto. Signifique lo que signifique. Como si mañana, ese mañana bien parecido (a hoy), fuera a ser un día nuevo, sin tanta niebla, sin tanto frío, sin el letargo propio de este otoño de mierda.

No me gusta la gente que se siente superior. Me encanta la gente que es superior, pero no me gustan los listillos. Y tú, óyeme, eres una listilla. Tú te crees mejor que tú, cuando fuiste tú la que compró acciones de mi vida baratas. Yo, cuando tú llegaste, no era nada. Estaba roto, rendido, herido y gastado. (Por no ser no era ni yo mismo). Entonces llegaste, con tu culo bonito, con tu halo de mujer fatal que ni ha leído tanto ni tiene polvos maravillosos. (Ni echa polvos fantásticos, creo). Y como yo estaba echo polvo, me dejé comprar y vendí mi productor barato, como si no tuviera pedigrí, como si no fuera un ave rara que te supera en vuelo, en fuerza, en potencia y resistencia. Pues yo sí echo polvos y tengo polvos mágicos. Yo sí hablo desde dentro y he leído lo que he leído, pero aparento menos de lo que soy porque mi certeza última es demasiado potente para ti, zorra fiel, cabeza de mosquito, croqueta sin relleno, que solo tienes el rebozado y tú, en ti misma, estás empanada por tu propia protección, que no te deja ver tu falta de relleno, ese relleno que finges tener tan dentro, está sin cocer, tan sin hervir. El único relleno que no te falta es el de la copa de tu sujetador. Te falta un hervor, aunque estés buena.

Lamento la rabia, pero no la retiro. La rabia es un medio de expresión como la pena o el llanto, como la vida misma. El llanto lo entiendes mejor, porque la gente torpe comprende hasta la pena. La rabia no se puede comprender porque es políticamente incorrecta. Porque es políticamente incorrecto te vomito mi rabia y te construyo desde la rabia un personaje turbio, como tus ojos diminutos. Eyaculo sobre lo políticamente correcto porque tengo fe, esa fuerza que sé que algún día me llevará a conquistar mis propios sueños, mientras tú seguirás eternamente tejiendo y destejiendo, como una Penélope sin pene, estúpida, ojerosa, cansada de vivir, pero sin valor para saltar, para tirarte del barco o para tirarte a alguien del barco.

Eres los rescoldos de una hoguera del Carranza apagada por las meadas de los borrachos al llegar el alba. Eres el plástico tirado de un Kinder Sorpresa, que no llevaba en su interior embarazo alguno, ni regalo por montar. Eres la huida de un hurón condenado a muerte: escapar de la caja para morir en una esquina por pura ataraxia, vagueza existencial, asqueado de su propia podredumbre. Eres, en ti misma, la ataraxia amarga del replicante que jamás llegó a enfrentarse con su creador. Eres, sin lugar para las duda, la peor versión de ti misma, la menos elegante, la menos lucida. Solo un cacho de carne con dos tetas bien puestas y con miles de dudas que jamás serás capaz de afrontar porque te falta valor para reconocer cuán imperfecta eres.

Tú no sabes volar. Eso es todo. Lamento el tono. Tú no tienes la culpa de ser incapaz de volar. El problema, y eso sí te lo reprocho,

Temporada de castañas y recuerdos

martes, 12 de octubre de 2010

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Hoy paseando por mi querida Gran Vía he visto un puesto de castañas que me ha recordado que, como todos los años por estas fechas, ya están de temporada. El otoño es con diferencia mi época más nostálgica del año. Puedes sentarte frente a un árbol y observarlo y notarás como con cada hoja llorada cae también un recuerdo tuyo.

Esta tarde, tras impregnarme del olor del puesto de castañas, me senté frente a un árbol. Esta vez no cayó ninguna hoja, sin embargo lloré y el árbol recordó y se estremeció con el viento de esa forma tan nostálgica que hace que uno pierda la noción del tiempo.

De pequeña me encantaba comer castañas en invierno y mi abuela siempre solía llevarme a comprar un cartucho al atardecer, cuando sonaban las campanas de misa. Luego pasábamos por la puerta de la iglesia y ella le guiñaba a la Zamarrilla y me sonreía, y entonces yo sentía que todo saldría bien porque algo nos protegía.

Recuerdo tus dedos negros por el carbón que soltaban las cáscaras al pelarlas, y que siempre comprábamos para las dos pero al final me las pelabas y me las dabas todas porque a mí me encantaban. Recuerdo tu alianza en el anular. Siempre le guardábamos una castaña al abuelo para dársela al llegar a casa, pero él no podía masticarla porque no tenía dientes. Tus arrugas, un auténtico mapa de la vida. Tus manos, roídas de trabajar y sacar adelante a los tuyos, siempre abiertas para dar sin pedir a cambio.

Recuerdo ir cogidas del brazo por el barrio, tú presumiendo de nieta y yo presumiendo de abuela. Recuerdo llegar a casa y acostarme pensando en que ojalá llegase pronto la tarde siguiente para volver a bajar a por castañas.

Ahora que la última misa a la que asistí fue a la de tu funeral pienso que quizás ya no me gusten tanto las castañas y que quizás la Zamarrilla nunca haya sido santa de mi devoción. En realidad lo que adoraba era ese momento de intimidad, el compañerismo, las conversaciones, tu forma de abrigarme, tu sonrisa ante los malos momentos, tu fortaleza y coraje, tu apoyo y ese amor incondicional que sólo tú sabías darme.

Te extraño


Helena Victoria Invernón Martín

Prototipo de canción (derechos registrados ya)

martes, 5 de octubre de 2010

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Planeo por los estados

de la conciencia alterados,

conduzco sin echar cuentas,

oculto está en la maleza

un pelotón de mosquitos

que celebran una fiesta:

van dando palmas y gritos

brindan con sangre de orquesta.


ESTRIBILLO

Como amores de mosquitos,

que mueren y vuelan deprisa,

que pican al cielo en la noche,

ardiendo remotos, tejiendo condenas,

madera de estrellas fugaces


Como amores de mosquitos,

que se nutren de la brisa,

que bañan las lunas del coche,

dejando su sombra, escombro de arena,

talando mosaicos lunares.

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Estaciono frente al vado

casi entro contramano

conduciendo casi a ciegas

el cristal está de pena

han muerto diez mil mosquitos

he despertado sus penas

he sepultado sus gritos

dejo muertos en la acera.


***ESTRIBILLO***


Todo lo que no he amado

querido, sentido y luchado,

si se envejece la vida,

si nos derrumba en tres días,

se pudre lo que guardamos,

los sentimientos se olvidan,

cambio líneas de mi mano

para repetir partida.

Madres e hijas

sábado, 2 de octubre de 2010

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Esta tarde estando en el supermercado presencié una curiosa y cotidiana escena sobre la que no me he podido resistir a escribir. Las actrices protagonistas son dos madres con sus respectivas hijas, de unos 5 ó 6 años, haciendo cola en la caja para pagar. En esta escena una de las mujeres le pide a su hija que se esté quieta y vaya con ella, a lo que la pequeña, meneando la cabeza, le responde que no de una forma que me pareció un poco sistemática. Entonces la otra madre de forma instintiva, como para tantearla, hace lo mismo con su niña y la llama; pero ésta le responde que sí y le da la mano. Las dos mujeres se miran con cara de resignación y la segunda madre, para compensar a la primera por su sensación de frustración como educadora, se limita a cambiar de tema y halagar el color tan bonito de su blusa nueva.

¿Qué triste, no? La verdad es que me llama muchísimo la atención esta última parte, casi tanto que me escandaliza. ¿En qué momento los padres han olvidado que a ser padre también se aprende? ¿Qué clase de actitud es esa de evadir el tema hablando de cosas triviales en lugar de tratar de pedir ayuda y buscar consejo? Bueno, tengo que aclarar que la actitud de las niñas me parece de lo más natural. Los niños pequeños tienen que aprender a decir “no” y a tantear las situaciones para saber medirlas y comprender qué es correcto e incorrecto, y la forma que tienen de hacer esto es practicando a lo largo del día a día.

Lo que realmente me parece preocupante es la actitud de incomprensión e indignación de la madre, que parece no entender que su hija esté haciendo algo tan bonito como es experimentar y buscar la línea exacta en la que se sitúan sus límites. Quizás deberíamos tener más presente que nuestro papel de adultos con respecto a los niños pequeños, sean nuestros hijos o no, es ejercer de lo único que ellos no tienen, ya que es una cuestión ética y social: Una consciencia capacitada para diferenciar lo bueno de lo malo y preparada para medir y asumir las consecuencias de sus actos.

Por último, ya que he analizado el comportamiento de la hija, me voy a detener a analizar también el de la madre. ¿Qué es lo que ocurre para que se sienta mal? Bajo mi punto de vista, el problema no es la respuesta de la niña sino el sentimiento de inferioridad que la madre siente con respecto a su amiga, ya que ésta aparentemente sí “domina” a su hija. Qué malas son las comparaciones. ¿Y qué nos dice su forma de reaccionar ante el problema? Creo que esta situación, como casi todas en realidad, sólo tiene dos posibles soluciones: Aceptar la respuesta como válida o hacer comprender al niño que ha ido más allá del límite y que esa puerta aún no puede cruzarla. Habrá quien sostenga que a los niños hay que disciplinarlos y enseñarlos a obedecer y por tanto la madre tenía la obligación de regañar a la pequeña. Yo personalmente soy de la opinión de que los niños tienen el deber de experimentar y moverse por el máximo número de registros posibles aunque a veces esto suponga desafiar a la figura de autoridad que tengan más cerca.

Eso sí, hay que ser consecuente con uno mismo, y aquí es donde nace el sentido de este texto. Tanto una solución como la otra son perfectamente válidas y respetables, pero lo que me parece intolerable es que la madre elija la opción de aceptar el “no” como respuesta valida y no disciplinar a la pequeña mientras se siente mal por ello y piensa que está educando mal a su hija. Ya que los niños tienen el deber de experimentar, los padres tienen el deber de educar. Y educar significa enseñar a aprender, a medir, a avanzar y también a frenar. En definitiva, educar significa fomentar un criterio lógico y a la vez particular que garantice que esa personita en un futuro podrá usar su sentido común para sobrevivir.

Huelga de celo(s)

viernes, 1 de octubre de 2010

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Después de cinco o seis noches quedando, y después de que le había mandado tres o cuatro mensajes diciéndole que me gustaba, le hice una insinuación más directa y ella me respondió... ¡que en ningún momento me había dado indicios de tener por mí ese tipo de interés! Me he indignado mucho. Es que verás, volvemos a lo de siempre. Me siento terriblemente utilizado. Como ella no conoce a más gente en la ciudad, me asigna funciones que no me corresponden. Ella sabe lo que yo quiero y, pese a todo, sigue en la misma línea. Y cuando por fin le digo lo que quiero yo, encima se indigna. Es inaceptable. Inadmisible. Mi amistad vale mucho y yo se la doy a quien yo quiero.

Pero el ser humano es egoísta y muchas mujeres son egoístas y orgullosas. Y estoy cansado de sentirme utilizado, de llenar huecos, de ser querido para escuchar problemas y chorradas. No me lleva a ningún lado. Porque a mis amigas las escojo yo y sois todas una bendición del cielo, las mejores del mundo. Estoy harto de que cuando una tía me gusta trate de ser mi amiga. Estoy cansado. No lo voy a tolerar. No lo voy a aceptar. No voy a dejar que me suceda más. Y si tengo que tratarlas con la punta del pie, o dejarlas con la palabra en la boca, lo haré. Si he de ser desagradable, cortante, dejar los correos sin contestar, pienso hacerlo. Si he de ser como el resto de tíos de la tierra para que se vea que quiero lo mismo que el resto de tíos de la tierra, pienso ser como el resto de tíos de la tierra. Porque estoy hasta los mismísimos de ser tratado como una "amiga" por mujeres que me interesan.

Para mí la amistad es mucho más valiosa que un rollo, lógicamente. Pedir amistad a alguien a quien has negado un rollo es como tratar de cambiar un CASIO por un ROLEX e indignarte porque no te dan lo que tú deseas. Desde hoy, me voy a volver misógino. Y no quiero conocer mujeres, más allá de las amigas que ya están. No quiero que entre nadie. No quiero conocer a nadie. No quiero entrarle a nadie. Estoy harto de aguantar contradicciones, de aguantar sus neuras, de justificar cosas que no son justificables, de fingir que escucho lo que oigo, de fingir incluso que me interesa. Estoy harto de hacer de consejero, de transmitir confianza, aunque ellas busquen a alguien que les trasmita seguridad, o de acompañarlas a las camas de otros. Estoy harto de aconsejar sobre las reacciones de otros tíos, de escuchar historias rancias, que ellas piensan que son originales, pero que no valen ni para envolver pescado en el mercado.

Desde este momento, me declaro en huelga. Para según qué gente, dejo de estar disponible.

¡Que comience el espectáculo!

miércoles, 29 de septiembre de 2010

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Damas y caballeros, vengo a presentarles al gran repertorio de magos, payasos, actores, equilibristas, domadores de leones, saltimbanquis y bailarines de danza clásica que forman el elenco de este maravilloso espectáculo que acaba de dar comienzo.


Dadas las fechas en las que estamos, creo que tengo la obligación de comenzar hablando de mi primer día de clase en la universidad. Ha sido todo un espectáculo, como no podía ser de otra manera viendo la trayectoria de mes que llevamos. La cosa empezó un poco seria, con las presentaciones de directores, vicedirectores y demás cargos. Después empezaron a entrar en acción una serie de showmans, a cual mejor que el anterior:


Primero nos presentaron al representante de Cambridge en España. Un señor mayor, con las gafas apoyadas en la punta de la nariz y aparentemente muy serio. Todo un personaje el tipo este. Empezó haciendo una introducción sobre quién era y a qué se dedicaba, en inglés, dándonos a entender que aquello iba a ser así durante toda la charla. Luego nos dijo, en un perfecto español, que sólo nos estaba tomando un poco el pelo ya que obviamente nadie había entendido ni una palabra. Tengo que reconocer que mi concepto de persona bilingüe era muy distinto antes de oír hablar a este señor. Menuda facilidad para cambiar de un idioma a otro sin perder la pronunciación, ¡y menudo humor!


Luego, saltándose el orden previsto de apariciones, nos habló uno de los dirigentes de la iglesia en Granada, que si no entendí mal, se dedica entre otras cosas a coordinar a la iglesia con la universidad. Al principio, al verlo por los pasillos, me pareció un cura normal y corriente, con su alzacuellos y sus sermones aburridos. Pero en cuanto subió al escenario, el tipo se transformó completamente. Se desabrochó el alzacuellos, se metió las manos en los bolsillos y nos habló sobre la felicidad y LA VIDA, con mayúsculas según sus propias palabras. Por lo que nos estuvo contando, en lugar de dar misa los domingos (que también lo hace, cuando puede), el hombre se dedica a viajar a países en los que lo necesitan y ejercer de voluntario y misionero. La verdad es que me pareció un tipo absolutamente admirable y con una forma muy interesante de entender y practicar la vida, independientemente de que se coincida o no con sus creencias.


Por último hizo su número el más espectacular del espectáculo: El director del coro. Comenzó su charla bromeando un poco para romper el hielo, y acabó consiguiendo que toda la sala (alumnos, profesores y directores) cantara aquello de “yo soy español, español español....” al ritmo de su piano. Lo que pasó entre esos dos momentos, la verdad es que me resulta muy difícil de explicar de una forma lógica y racional.

Mosquitos en el parabrisas

lunes, 27 de septiembre de 2010

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Esta semana me he recorrido media Andalucía y he dormido en 3 ciudades distintas: Granada, Málaga y Cádiz. Lo que más me llama la atención es que he perdido la sensación de “estar en casa”, o más bien la llevo conmigo a donde voy y me siento bien independientemente del lugar en el que esté. Supongo que cuando las cosas están bien por dentro, no importa tanto cuáles sean las circunstancias externas.

En Málaga está mi esencia, allí he crecido y formado mis cimientos y guardo recuerdos de personas y momentos vividos por cada uno de sus rincones; es una ciudad que siempre tendrá un pedacito de mí. Cádiz es todo mar, paraíso y vistas de ensueño. Pero sin duda, Granada es la ciudad que más hondo me llega. Me emocionan sus pintadas reivindicativas, los atardeceres, la luna en mi ventana, el verde de los árboles que colorea todas las avenidas, las callecitas empedradas que muestran con su desgaste el paso del tiempo y de la vida granaina, los perroflautas, góticos, hippies, poperos y cada una de las personas que pasean por la calle y han sabido encontrar su estilo particular, las tiendecitas y teterías, el ambiente… Me emociona Granada porque tiene su propia mezcla de aromas y sabores, y una textura formada por la gran fusión de la ciudad con la naturaleza y de interés y apuesta hacia lo nuevo y respeto por lo antiguo. Me apasiona Granada porque es Magia, y allí nada puede salir mal.

El bote de las lentillas está sucio

miércoles, 15 de septiembre de 2010

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Me gustaría comenzar haciendo un breve recorrido por la jornada, recientemente concluida, de CHAMPIONS LEAGUE. Por desgracia, no sé cómo han terminado los partidos y tampoco tengo muy claro si algo en el mundo ha ocurrido, merecedor de que yo lo glose. A falta de televisión, mis inquietudes son otras. Si al Principito se preguntaba si una flor era devorada (o no) por un cordero, yo tengo los siguientes problemas en la cabeza, no menos importantes:

a) ¿Cómo puedes hacer que un cable hembra se relacione con otra hembra, si caer en coqueteos lésbicos y sin gastar más dinero en la droguería?

b) ¿Cuántos kilos de masilla hacen falta para arreglar lo de hoy?

c) ¿Cuántas horas de sueño necesita un ser humano para terminar una semana sin perder la cordura?

Cuando me monté en el coche, tras salir del instituto, después de mi primera hora de clase, la emisora local decía "¿se imaginan cuántos hurones hay en Alcalá la Real? Contra pronóstico, no son tantos como podría parecer". En ese momento me di cuenta de que mi vida está cayendo en cierta espiral extraña, de la que es difícil salir. Hurones. ¿Son como ratas domésticas? ¿Como hámster salvajes?

Hoy he visto a Helena Victoria partir una tabla de madera casi a bocados para fijar una televisión sobre el techo del piso más pequeño del mundo. El resultado no ha sido el deseado (bueno, la tabla se partió), pero sigo sin Internet y tampoco ahora la televisión está en lo más alto de la casa (aunque la casa tampoco es que tenga techos muy altos, la verdad). ¡Qué sé yo! El universo es más extraño como que nuestro contador de visitas no supere ya el millar de advenimientos.

¿Será que nadie sabe todavía que existimos?

El curso ha comenzado. Me quedo de hoy con los nervios previos a la primera clase. También me quedo con certeza de que puedo aparcar a menos de cuarenta minutos de mi piso, incluso a hora punta. El piso más pequeño del mundo es también el más inaccesible del mundo paar el empleo de vehículos a motor. Eso sí, tenemos margen de mejora: quiero pensar que conseguiremos colgar la tele, colocar mi cuadro de TANGO PARA TRES, mi película favorita, y hacer de ese espacio un rincón habitable, situado a menos de media hora de mi coche.

Helena Victoria hoy se ha negado a ponerse mi camiseta de FLORIDA. Por ese motivo, la seguiré llamando de este modo, aunque lo detesta y aunque parezca un nombre en clave y no un nombre real. Ahora mismo está aquí, en la cama de al lado. Estoy muerto de sueño, porque anoche también pasaron los autobuses nocturnos, impidiéndome soñar con Cristina Pedroche. Además de eso, por algún motivo que desconozco, las campanas del barrio no dejaran de sonar.

Voy a soñar con los hurones y con la cinta de correr que espero vender mañana por eBAY. También soñaré con taladros con dos años de garantía, como el que he comprado hoy, que no sirven para colgar una tele del tamaño de una pared completa.

De todo, me quedo con los hurones, con ellos soñaré. Mañana me servirán de inspiración en mi segundo día de clase.

Tengo los ojos colorados y el bote de las lentillas está sucio. Por desgracia, no tengo talento ni tiempo, ni horas de autonomía, para limpiarlo, o acometer ningún proyecto heroico. Se van a quedar así y mañana pillaré una conjuntivitis tela de chunga.

Quería escribir, eso sí. Para agradecer este hermoso proyecto de Helena Victoria, este nuevo diseño del marco del blog, tan bello. Solo que falta, junto a la Alhambra, en el marco, un cubo de basura. Al fin y al cabo, el verdadero motor de mi vida, ahora que la falta de internet y de televisión me impiden seguir el fútbol, es y seguirá siendo, bajar cada noche la basura.

Psicoanálisis y recapitulación

martes, 14 de septiembre de 2010

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Esta noche he tenido mi primera pesadilla desde que llegué a Granada, y ahora me está inundando una necesidad de escribir que hacía mucho tiempo que no sentía. Hace un par de días (o años, no sé…) hablaba con Fernando sobre que hay personas que usan la escritura como terapia para saber qué ocurre dentro de sí mismos y a partir de ahí tratar el problema. Y aquí estoy yo, escribiendo, todavía no sé muy bien sobre qué.

Creo que un buen comienzo sería echar la vista atrás y recapitular. Esta semana ha sido todo un espectáculo de autodescubrimiento y nuevas emociones a partes iguales. Por una parte, pasar un día con Fernando es algo así como dejarse caer cuesta abajo con unos patines: Nunca sabes dónde vas a acabar, y este final no tiene por qué ser necesariamente bueno. Pero a pesar del riesgo y de la incertidumbre, de las absurdeces y las dificultades, Fernando siempre consigue hacer equilibrios sobre la cuerda floja y salvarte de su propio lío.

Por otro lado siento que la Magia está volviendo a mi vida, y eso me resulta fascinante. Vuelvo a tomar decisiones a cara o cruz - eso sí, recordando que es sólo un juego y a veces hay que no hacerle caso para que siga funcionando - y acabo de darme cuenta de que si busco algo y lo visualizo, la vida me lo pone por delante. Me siento muy inspirada, llena de ilusión, de fuerza y de aire fresco.

Últimamente ando dándole vueltas a una teoría a la que llamaré improvisadamente “El filtro”. Según esta teoría cambiarse de ciudad sirve, entre otras cosas, para saber quién forma parte de tu vida realmente y quién no es más que paja y relleno. ¿Alguna vez te has parado a pensar en cuántas de las personas que tienes a tu alrededor no son más que figurantes? Ellos no te importan y tú no les importas a ellos, pero aún así están ahí. Es raro. No nos gustan los desconocidos y sin embargo estamos rodeados de ellos.

También me estoy dando cuenta de que la distancia es una gran herramienta, muy aconsejable para gente que no tenga nada que perder -o que lo tenga todo y esté dispuesto a ponerlo en juego -. La primera noche tras el viaje lloras como un condenado y echas de menos a la gente de tu otra vida, los siguientes días aprendes a comer sólo, cenar sólo, pasear sólo y aguantarte a ti mismo como no lo has hecho nunca, pero en cuanto pierdes ese miedo a lo desconocido y te lanzas al vacío en seguida te das cuenta de que merece la pena. Y no sólo hablo de la distancia física, sino también de la emocional. Esa que hace que puedas sentirte el alma gemela de una persona o que hay un abismo entre vosotros. La verdad es que me está pareciendo muy interesante aprender a jugar con esa distancia para ganar perspectiva y provocar cambios que desencadenen nuevas aventuras.

Y en definitiva así andamos estos días, jugando a hacer trucos de magia y lanzar monedas al aire…


… Y he descubierto que tu perfume y tu voz al teléfono aún me ponen nerviosa…

No sé cómo me llamo (y tu ordenador tampoco)

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Nos hemos juntado las dos personas con los apellidos más raros de toda Granada. Y no podía salir nada bueno de nosotros, claro. Este blog, me temo, tiene vocación de continuidad. En cierto modo, supongo, servirá como desahogo y nos permitirá compartir con cuatro o cinco pajilleros japoneses todo lo que nos vaya aconteciendo a los pies de la Alhambra. Aprovecho, por tanto, para saludar a los pajilleros y a todos esos seres ignotos que algún día irán a deambular por estas tierras blogueras, buscando información sobre cualquier otra cosa útil.

He entendido cuán difícil es vivir aquí. Hay un mini-bus que asciende hasta el Albayzin y que hace cierto ese dicho de “chiquitito, pero matón”. Asumo que eso no es un dicho, pero el que lo dijo no podía tener más razón: ¡hijos de la gran puta! Y subrayo el “gran”. Cada vez que pasa el vehículo es como si una tuneladora me atravesara los tímpanos. Sé que la metáfora no es muy lucida, ni convincente, pero es que esta noche no he pegado ojo casi y, además de eso, he tenido unas pesadillas espantosas, probablemente porque el autobusero de los cojones ha hecho un taconeo sobre mi fase REM. Me imagino.

He tardado demasiado en descubrir que este piso no tiene bidé. Era lógico, puesto que los pisos de ¿pongamos veinticinco metros cuadrados? no tiene nada que la madre naturaleza pueda paliar con un poco de lluvia o de rocío mañanero. Tampoco cabe mi tele y hoy he experimentado el placer de abrir por vez primera el sofá cama. Queda holgado. Si lo abres se te queda un pasillo de unos cuarenta y siete milímetros entre la pared y el somier. Perfecto para una procesión de hormigas. Aunque creo que este piso es pequeño hasta para las hormigas.

Gracias a la intercesión de mi madre, que ha venido en mi auxilio, las cajas que Helena fue apilando van desapareciendo. La mudanza más difícil de la historia todavía no ha culminado, pero reconozco que ya va teniendo mejor pinta. Creo que he tirado unas catorce bolsas de cosas. De basura con cosas, quiero decir. Lo cual está bien, porque el mayor aliciente de este piso es que “veo la Alhambra cuando bajo la basura”. Tengo el coche en un calle de la que no sé ni su nombre, solo sé de ella que no está cerca, y todos los días voy a tener que levantarme a las seis de la mañana para llegar a trabajar. El ruido me dejará dormir a duras penas... pero cuando bajo la basura veo la Alhambra. Compensa, sin duda. Le pido a Dios que me conceda mucha basura o mi vida carecerá de sentido.

Hoy he ido al Instituto y me han contado que la superficie del suelo, en contacto con ciertos tipos de zapatos, produce electricidad estática. Pero no un pequeño chisporroteo, no un cosquilleo como el que da una máquina de masajes o un vibrador (del móvil). No: una descarga. Una descarga que dos o tres veces me hubiera llevado a generar palomitas de maíz desde el maíz, sin necesidad de un microondas. Mi jefe de departamento, ya hablaré de él otro día, me ha dicho que no me preocupe: solo ocurre con algunos tipos de zapatos. Lamentablemente, y los que me conocen saben que es cierto, todos mis zapatos son de la misma marca. Por ello, presiento que tendré que aprender a vivir siendo eléctrico o tirar todos mis zapatos (lo cual, teniendo en cuenta lo que pago por este piso, no va a ser posible).

No tengo Internet. El pincho no me va. Mi ADSL está dentro de una caja. Mi tele de 42 pulgadas, que es lo que más quiero en esta vida, si descontamos a mi familia y a tres o cuatro amigos, y tal vez sin descontarlos, está tumbada en el suelo, con menos vida que un mosquito divorciado, de los que habló Helena. No tengo ningún lugar estable donde colgar la ropa y mi madre ha tendido la camiseta de “I love NY” haciendo acrobacias sobre una cuerda de pescar. Podría parecer que venirme a vivir aquí ha sido un error lamentable. Pero no lo creo: cuando bajo la basura, se ve la Alhambra.

Justo antes de tratar de dormirme (me dormiría si desaparecieran el millón de sonidos que voy a describir ahora), miro por la ventana y el empedrado del Paseo de los Tristes brilla como un trozo de asteroide entrando en la atmósfera. De fondo oigo instrumentos raros, gente de fiesta, en pleno martes, lenguas extrañas, y algún que otro beso. No podré dormir y mañana tendré un sueño brutal. Pero también tendré una brutalidad de sueños. Lo comido por lo servido, intuyo. Firmo tratar de dormir con los sones de una ciudad en vilo, pues es mucho mejor que el campanario y las ovejas de mi etapa bucólica anterior.

Mañana es el primer día de clase. Me presento en el instituto, pero no me presentaré a nadie. Trataré de no darle la mano a nadie no vaya a erizarle los pelillos de los cataplines, por la electricidad estática. Mañana es el primer día de clase y estoy nervioso, como siempre me ocurre en esta misma noche. Es preciosa y turbia, no me cambiaría por ningún otro trabajador, en este momento. Tengo una misión por llevar a cabo y no podría ser más bonita. Tengo ganas de conocer a mis alumnos, de comenzar con buen pie, aunque dé calambre, y de darle sentido a mi presencia en este lugar tan caótico.

La chica que me vendió el zumo creo que pensó en ligar conmigo. Y era guapa, ciertamente. Pero yo pienso en Woody Allen, en la chica del vestido rojo, en cientos de canciones que tengo por escribir y que tendrán que hablar de algo más profundo que una chica que sonríe cuando te vende un zumo.

O no.

Me encanta bajar la basura. Y este universo no podría ser más perfecto, con sus contradicciones y su aparente estrépito. O tal vez sí. A decir verdad, sí. Sí podría ser más perfecto. Solo que eso, en este momento, es un enigma demasiado bello como para ser planteado. Podría ser más perfecta mi vida, pero para ello tendría que formular un deseo para el que no estoy preparado.

Le dije a Navarrete el otro día que “si has hecho todo lo que podías hacer y no has conseguido todo lo que buscas... has de aprender a hacer cosas nuevas. Y volver a probarlas”. Creo que probaré con yoga y con clases de guitarra.

Mañana a lo mejor hablo de tríos.

Amores de mosquito

lunes, 13 de septiembre de 2010

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Como todo en esta vida, las relaciones tienen unos ciclos y un ritmo que varía con el paso del tiempo. En los humanos las relaciones suelen durar años e incluso toda la vida, pero en el caso de los mosquitos toda su vida se reduce a una o dos angustiosas semanas en las que pasan de larvas a abuelos mosquito en cuestión de horas, todo regado con una implacable presión genética por procrear cuanto antes.

¿Te lo imaginas? Disponer tan sólo de tres días para encontrar al amor de tu vida, enamorarte, tener hijos, hacer vida de casados e ir notando como pesa la rutina y las cosas ya no son como eran, hasta que al fin la llama se apague y cada uno siga su camino. El caso es que yo tengo un amigo que hace poco vivió su propia relación de mosquito:


1. Primer día: Aterrizando.

El señor Mosquito ya hace tiempo que planeaba su viaje a Cramada, la que durante los próximos 3 días de mosquito sería su ciudad definitiva. Es cierto que aún no tenía una buena madriguera en la que cobijarse, pero traía consigo una maleta llena de ilusiones y nuevas metas que le protegía de sus propios miedos y también de los otros insectos que frecuentaban las calles.

Y fue precisamente en una de esas calles, en Gran Piedra, donde se cruzó con la que pronto sería la señora Mosquito. Ella también era nueva en Cramada y una mezcla de curiosidad, ganas de nuevas aventuras y necesidad de compañía la llevó a invitar a Mosquito a su casa. Ella admiraba la facilidad de palabra de la que él hacía gala cuando le susurraba bzzzzz… al oído y él se sentía hipnotizado al contemplar sus hermosas y tornasoladas alas. Así nació el amor.

Al cabo de unas horas de mosquito (a las que para las siguientes referencias llamaremos horas M), que para cualquiera de nosotros equivaldría a 1 ó 2 años de vida, estos tortolitos ya habían vivido sus mejores momentos de pasión y ternura y nuestro pequeño protagonista empezaba a sentir el peso de la rutina aplastando sus frágiles alas. Fue en ese momento, en parte por las ansias de volar y en parte por la necesidad de aprender a aparcar del señor Mosquito, cuando apareció en su vida la pequeña Mosqui. Él recordaba haberse cruzado con ella alguna vez en las playas de Maracas, mientras cumplía con el ciclo de emigración veraniego, pero nunca se había planteado ir más allá porque aún era muy joven como para pensar en tener mosquititos con nadie. Pero ahora sí, ahora Mosquito estaba en pleno apogeo hormonal y necesitaba urgentemente volver a sentir unas alitas vibrando contra su pecho mientras se unían el uno al otro durante unos segundos. Y así (re)nació el sexo.


2. Segundo día: Marido y mujer.

Él la llamaba cari mientras la recogía a la salida del trabajo, volvían a casa tras regalarse algún momento de ocio y él bajaba a por la cena mientras ella lo esperaba ya en pijama en el sofá. Ella le servía el desayuno por las mañanas y él suspiraba tratando de recordar el punto de inflexión en que su relación se volvió tan fría como la leche que se bebía en aquel momento.

- Debió ser en la terraza, recuerdo una noche que mirábamos las estrellas y criticábamos las pintas de otros mosquitos que pasaban por la calle. Desde entonces sólo ha habido pijamas de cuello vuelto, cafés fríos y “buenas noches” que ni siquiera lo parecían.
- Bueno… Pero ahora tenéis otras cosas – trataba de animarlo Mosqui -. Piensa en la confianza que tenéis, lo que os conocéis el uno al otro y lo bonito que es tener a alguien así a tu lado. Ya son muchos años (M) de relación, las cosas cambian.
- Sí, supongo que tienes razón. No… En realidad no la tienes. ¿Sabes? Creo que voy a tomarme un tiempo. He visto un piso en el paseo de los Tigres en el que cuando bajo a rebuscar en la basura veo la Alhambra. Ese siempre fue el sueño de mi vida.
- ¿El paseo de los Tigres? Menuda aventura. Yo nunca he estado, son varios días de vuelo y dicen que está custodiado por unos árboles que no dejan penetrar más allá del inicio de la selva.
- ¡No importa!, los esquivaremos y estableceré allí mi nueva madriguera, ya está decidido. - Y con esta decisión nació la aventura -.


3. Tercer día: Una nueva vida comienza en Cramada *

Gracias a la experiencia que había adquirido durante los 17 años M de relación, el señor Mosquito se sentía con las suficientes fuerzas y motivación como para levantar el vuelo hacia el paseo de los tigres y afrontar todos los riesgos que se le planteasen durante el camino. Aún así, la pequeña Mosqui, que también acababa de mudarse a Cramada, decidió acompañarlo para cuidar de él y disfrutar de esta aventura juntos.

Y así fue como tras unas duras horas M de vuelo, árboles que les impedían el paso, confusiones y alguna pérdida de orientación, Mosqui tomó las riendas del viaje y consiguió llegar a su ansiado destino: El paseo de los Tigres. Y así nació el sueño…


* Ver: La mudanza más difícil de la historia.

La mudanza más difícil de la historia

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La casera me preguntó si yo creía en las corazonadas. Le dije que ese no me parecía el término más exacto, pero que estoy de acuerdo, en muchos aspectos, con su forma de ver el mundo. Puesto que había llevado una cómoda (más antigua que yo mismo) desde Granada y hasta Benalmádena, entusiasmado con el plan de hacerle a ella su propia y mini-mudanza, algo en común tendremos. Aunque yo suela vestir de un modo más convencional y no estaría dispuesto a enseñar tantas canas. "El otro día, te vi. Llevabas una camiseta de los Simpsons y pensé... ¡ahí va un hombre sin complejos! Cuando después, llegada la noche, llegaste con Ángela a ver el piso, me llevé la alegría del día. Sabía que eras tú".

La mudanza comenzó a las cinco de la mañana. A esa hora desperté en Gran Vía, en el piso de la que había sido mi mujer tres días. Nuestra relación semejaba a varios años de matrimonio. Veíamos juntos la tele, subimos a comprar y paseamos por el centro, contándonos cómo nos había ido a cada uno en el trabajo al detalle. Todo muy mono, hasta el cola-cao de buenas noches, las miradas cómplices y ese millón de cosas que no dan a entender que no medió ni un miserable besito. (No estoy en ese punto). Paula me despertó la primera noche con una de las mejores frases de todos los tiempos "me llamo Paula y estás en Granada". Probablemente, si no me lo hubiera dicho de un modo tan explícito, me hubiera sido más fácil ganar un peluche en los camellos de la feria que acertar cómo se llamaba.

Salí de Gran Vía sobre las cinco y media. Mi ex mujer hizo el amago de levantarse, se acordó de mi familia, se dio la vuelta en la cama y siguió durmiendo, mientras yo metía las cosas en el bolsón, utilizando el resplandor del móvil como referente. A la vuelta de la esquina, Granada estaba preciosa, con su quietud incompleta, con la certidumbre de que aquel viernes iba a ser espectacular. Tenía que llegar a Berja, que está a dos horas, montar todas mis pertenencias en un camión de mudanza y regresar a Granada, previo paso por la frutería de mi ex-casera, para echar los papeles de la universidad.

Las cosas no empezaron muy bien. Paré en un bar de camioneros y me sentí un poco cohibido porque no soy lo suficientemente masculino como para según qué cosas. A la llegada a Berja me esperaba un hombre solo. Lo cual, habida cuenta de que había que cargar una cinta de correr de unos diecisiete mil kilos, o más, era una pequeña putada. Lo arreglamos con fuertes dosis de huevos y esa etapa se resolvió sin contratiempos (aunque me pegué una paliza física). Huevos me ofreció mi ex-casera, y verduritas, como siempre que iba a pagarle. Por los viejos tiempos, supongo. Creo que nunca más volveré a Berja, aunque sé que esto nunca ha de decirse jamás. Berja no podría ser más "pasado", la verdad.

El camión de la mudanza era pequeño y mi coche tuvo que recibir algunas de las cajas. Conduje por la carretera de Motril sin ver un carajo de lo que sucedía en los carriles colindantes. Incluso me perdí, a pesar de que ese camino me lo sé de memoria. Haber cargado cajas y haberme levantado a las cinco no ayuda. No ayuda nada. Eso sí, todo está bien empleado porque logré entregar los papeles de la universidad con cinco minutos de margen. Ahora solo me queda esperar si seré (o no) profesor de Universidad. Por lo demás, me quedé un poco impresionado por las montañas de folios que el personal entregaba para acceder a la misma situación a la que quiero yo quiero acceder. Si las plazas de profesor asociado se dieran al peso, no tendría ninguna opción.

Helena Victoria quedó conmigo en un restaurante japonés que hay cerca de la casa de la que, ya por entonces, era mi ex-mujer. Nos dieron una mesa en la misma plancha de la comida. Te cocinaban prácticamente en la cara, pues allí ser fumador es una plusvalía y las mesas estándares estaban copadas. Se suponía que el acceso al Paseo de los Tristes, lugar donde está mi piso, se puede hacer de dos a cuatro de la tarde. El problema es que el mudancero tenía que hacer un porte a Antequera y no estaba muy por dar señales de vida. Pasadas las cuatro, dejando el coche dentro del parking, batiendo un récord de pago en un solo día, nos fuimos al piso de Helena, donde estuve escribiendo mi primera columna de este año para EL MUNDO.

Se supone que los pivotes que dan acceso al Paseo de los Tristes se abren a las diez. Quedamos a las diez en la puerta del piso con el mudancero. Nosotros tomamos dos coches. El de Helena y el mío. Inicialmente yo fui delante, pero todo se complicó un poco cuando llegamos y los pivotes (como ya todo el mundo que lea esto esperaba) seguían cerrados. Comenzó ahí una ruta de casi dos horas para intentar, con poco éxito al principio, llevar las cosas hasta donde viviré los próximos meses/años. Los consejos de mi casera no eran muy eficientes porque está demasiado trascendida. El mudancero sí logró llegar y comenzó a subir las cosas que iban en el camión, sin mí. Desde allí nos daba indicaciones por el móvil, mientras nosotros naufragábamos por el Albayzin. Esa espera duró, básicamente, hasta que Helena tiró de intuición y logramos penetrar hasta la mismísima Plaza Nueva, con dos coches y un cargamento de cosas más propio de un clan gitano.

Se paró, como Massa, justo en la entrada del Paseo de los Tristes, para dejarme pasar. O eso pensé yo. Me acordé de Fernando Alonso y pensé que eran órdenes de equipo. Después me enteré de que no se había parado por ese motivo, pero prefiero guardar el secreto. "Puta Alhambra... ¡No se podía ir el niño a un lugar más normal! Si lo sé, me hago tu amiga una semana más tarde. ¿Todo para ver una casa, donde no vive nadie, a lo lejos?". Ella no olvidaba que en el momento clave de la incursión en el Paseo de los Tristes había echado la decisión metalmente a suertes. Yo no olvidaba que había atravesado el Paseo de los Tristes con el coche repleto de cosas, pasando a pocos centímetros de los turistas. Si no maté a nadie entonces, no lo haré nunca. Literalmente, no veía por dónde conducía.

"Ha sido jodido llegar... ¡pues esto es lo que te espera todos los días de tu vida, a partir de mañana". Se nota que el mudancero era auténticamente granaíno y que muy feliz, por mi idea de vivir allí, no estaba. "Las cosas no van a caber en el piso... ¡son demasiadas! ¡Pero ese no es mi problema!". Mientras se desmoronaba el mundo, y se rompía una caja de plástico llenando el Paseo de los Tristes con mis complementos informáticos, la casera fregaba tres o cuatro platos, absorta y sin ningún tipo de prisa. ¿Acaso pensaba dormir allí aquella noche?

Todo entró. Justo cuando mi madre me llamó, con un pasmo similar al de mi casera, para hacer preguntas de madre. "¿Tienes sábanas, hijo?". Y toda la casa estaba repleta de cientos de miles de objetos, todos ellos fuera de sitio. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que estaba cansado, como si llevara casi 24 horas de mudanza. Afortunadamente, Helena estaba en el momento de mayor actividad física de su vida y colocó en cinco minutos algo así como treinta cajas, suficientes para formar un pasillo y permitirnos llegar hasta la cama. Mientras tanto, la casera seguía fregando los platos a un ritmo insólito.

-"Mañana podemos ir a Málaga a llevar la cómoda y así tendrás espacio", me dijo. "¿Te viene bien a las siete de la mañana?". Creo que por mi cara de desaprobación descubrió que hasta yo tengo un límite físico. "Vale, mejor a las once".

Helena y yo fuimos a tomar un helado, que finalmente se convirtió en otra cosa (creo que era un Nestea, pero no estoy seguro), con vistas a la Alhambra. Al salir del piso, nos dio un ataque de risa y terminamos llorando sobre el descansillo de la escalera. Por todo. Porque aquella había sido la mudanza más difícil de la historia, porque la casera seguía fregando los platos y a mí me tocaría al día siguiente llevar una cómoda hasta Málaga.

Sí, la casera pensaba quedarse a dormir allí. Por eso pedí a Helena que se quedara conmigo. Porque en el sofá cama de la otra habitación una señora con los pies descalzos y aspecto de haber pasado a mejor vida hace algunas décadas, seguía invadiendo la casa por la que creía haber pagado una mensualidad completa. Las cosas. Por eso Helena se quedó. Por eso y porque su coche estaba aparcado en el hueco difícil (cómo no, yo me quedé el fácil) y sacarlo suponía otro reto infecundo a horas interpestivas.

Así pasé mi primera noche en el Paseo de los Tristes. Descubrimos que mi reloj, imitación de CASIO, en color amarillo, tiene luces de colores. Me dormí con Helena al lado, llevando una camiseta de FLORIDA con la que pasó metiéndose toda la semana y que ella terminó por estrenar. Eché de menos a mi ex-mujer, aunque tenía a mi lado a una mujer mejor, pues Paula me despertaba con voz ronca en mitad de la madrugada para decirme que no podía dormir o que el "Tantra Bar" hacía mucho ruido (Paula tiene dos carreras y solo 25 años, pero es una vieja prematura). Eché de menos saber que mi coche estaba bien. Eché de menos a mi familia y una conexión con ADSL para contarlo todo. Pero, por primera vez en bastante tiempo, me di cuenta de que todo estaba bien. Todo era perfecto, aunque la casera puediera entrar en la habitación en cualquier momento, con una sierra mecánica.

Había culminado uno de los sueños de mi vida.

De vuelta a Sevilla, sin nada en la maleta, me puse un CD de Quique González y recordé que Sabina tocaba en mi ciudad. Puede que pronto Fran Fernández cante una letra mía y me supe portador de una vida nueva, repleta de travesuras, de nuevos personajes, pero donde siempre habrá un sitio para los de siempre, pues mi lealtad es infinita, ya lo sabéis.

Estoy muy feliz. Pocas veces he estado tan feliz. Todo ha cambiado tan deprisa... Y ahora, cómo no, pienso en la Universidad, en EL MUNDO, en la tesis, y todos los proyectos parecen tener mejor pinta. Y tengo ganas de cambiar el STARBUCKS por el DUKIN, en la única infidelidad que cometeré este año. Tengo muchas ganas de recibir visitas y de ir a conciertos, de dar clases, de darlo todo por los nenes de Alcalá.

Jamás entendí demasiado bien a las personas que escriben un correo, estando de ERASMUS, y cuentan sus batallitas de forma general. Siempre pensé que sería mucho mejor ser más personal y escribir uno para cada persona. Ahora comprendo que no necesariamente da tiempo. Hay que sacar tiempo para vivir, pues eso es lo prioritario.

Tenéis casa. Que lo sepáis. A Ángela le debo el primer café. Todo lo demás irá cayendo, en el orden en que formulés vuestras peticiones. Estáis invitados y hay un sofá cama disponible en el piso más bonito del mundo.
Fernando Fedriani