La mudanza más difícil de la historia

lunes, 13 de septiembre de 2010

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La casera me preguntó si yo creía en las corazonadas. Le dije que ese no me parecía el término más exacto, pero que estoy de acuerdo, en muchos aspectos, con su forma de ver el mundo. Puesto que había llevado una cómoda (más antigua que yo mismo) desde Granada y hasta Benalmádena, entusiasmado con el plan de hacerle a ella su propia y mini-mudanza, algo en común tendremos. Aunque yo suela vestir de un modo más convencional y no estaría dispuesto a enseñar tantas canas. "El otro día, te vi. Llevabas una camiseta de los Simpsons y pensé... ¡ahí va un hombre sin complejos! Cuando después, llegada la noche, llegaste con Ángela a ver el piso, me llevé la alegría del día. Sabía que eras tú".

La mudanza comenzó a las cinco de la mañana. A esa hora desperté en Gran Vía, en el piso de la que había sido mi mujer tres días. Nuestra relación semejaba a varios años de matrimonio. Veíamos juntos la tele, subimos a comprar y paseamos por el centro, contándonos cómo nos había ido a cada uno en el trabajo al detalle. Todo muy mono, hasta el cola-cao de buenas noches, las miradas cómplices y ese millón de cosas que no dan a entender que no medió ni un miserable besito. (No estoy en ese punto). Paula me despertó la primera noche con una de las mejores frases de todos los tiempos "me llamo Paula y estás en Granada". Probablemente, si no me lo hubiera dicho de un modo tan explícito, me hubiera sido más fácil ganar un peluche en los camellos de la feria que acertar cómo se llamaba.

Salí de Gran Vía sobre las cinco y media. Mi ex mujer hizo el amago de levantarse, se acordó de mi familia, se dio la vuelta en la cama y siguió durmiendo, mientras yo metía las cosas en el bolsón, utilizando el resplandor del móvil como referente. A la vuelta de la esquina, Granada estaba preciosa, con su quietud incompleta, con la certidumbre de que aquel viernes iba a ser espectacular. Tenía que llegar a Berja, que está a dos horas, montar todas mis pertenencias en un camión de mudanza y regresar a Granada, previo paso por la frutería de mi ex-casera, para echar los papeles de la universidad.

Las cosas no empezaron muy bien. Paré en un bar de camioneros y me sentí un poco cohibido porque no soy lo suficientemente masculino como para según qué cosas. A la llegada a Berja me esperaba un hombre solo. Lo cual, habida cuenta de que había que cargar una cinta de correr de unos diecisiete mil kilos, o más, era una pequeña putada. Lo arreglamos con fuertes dosis de huevos y esa etapa se resolvió sin contratiempos (aunque me pegué una paliza física). Huevos me ofreció mi ex-casera, y verduritas, como siempre que iba a pagarle. Por los viejos tiempos, supongo. Creo que nunca más volveré a Berja, aunque sé que esto nunca ha de decirse jamás. Berja no podría ser más "pasado", la verdad.

El camión de la mudanza era pequeño y mi coche tuvo que recibir algunas de las cajas. Conduje por la carretera de Motril sin ver un carajo de lo que sucedía en los carriles colindantes. Incluso me perdí, a pesar de que ese camino me lo sé de memoria. Haber cargado cajas y haberme levantado a las cinco no ayuda. No ayuda nada. Eso sí, todo está bien empleado porque logré entregar los papeles de la universidad con cinco minutos de margen. Ahora solo me queda esperar si seré (o no) profesor de Universidad. Por lo demás, me quedé un poco impresionado por las montañas de folios que el personal entregaba para acceder a la misma situación a la que quiero yo quiero acceder. Si las plazas de profesor asociado se dieran al peso, no tendría ninguna opción.

Helena Victoria quedó conmigo en un restaurante japonés que hay cerca de la casa de la que, ya por entonces, era mi ex-mujer. Nos dieron una mesa en la misma plancha de la comida. Te cocinaban prácticamente en la cara, pues allí ser fumador es una plusvalía y las mesas estándares estaban copadas. Se suponía que el acceso al Paseo de los Tristes, lugar donde está mi piso, se puede hacer de dos a cuatro de la tarde. El problema es que el mudancero tenía que hacer un porte a Antequera y no estaba muy por dar señales de vida. Pasadas las cuatro, dejando el coche dentro del parking, batiendo un récord de pago en un solo día, nos fuimos al piso de Helena, donde estuve escribiendo mi primera columna de este año para EL MUNDO.

Se supone que los pivotes que dan acceso al Paseo de los Tristes se abren a las diez. Quedamos a las diez en la puerta del piso con el mudancero. Nosotros tomamos dos coches. El de Helena y el mío. Inicialmente yo fui delante, pero todo se complicó un poco cuando llegamos y los pivotes (como ya todo el mundo que lea esto esperaba) seguían cerrados. Comenzó ahí una ruta de casi dos horas para intentar, con poco éxito al principio, llevar las cosas hasta donde viviré los próximos meses/años. Los consejos de mi casera no eran muy eficientes porque está demasiado trascendida. El mudancero sí logró llegar y comenzó a subir las cosas que iban en el camión, sin mí. Desde allí nos daba indicaciones por el móvil, mientras nosotros naufragábamos por el Albayzin. Esa espera duró, básicamente, hasta que Helena tiró de intuición y logramos penetrar hasta la mismísima Plaza Nueva, con dos coches y un cargamento de cosas más propio de un clan gitano.

Se paró, como Massa, justo en la entrada del Paseo de los Tristes, para dejarme pasar. O eso pensé yo. Me acordé de Fernando Alonso y pensé que eran órdenes de equipo. Después me enteré de que no se había parado por ese motivo, pero prefiero guardar el secreto. "Puta Alhambra... ¡No se podía ir el niño a un lugar más normal! Si lo sé, me hago tu amiga una semana más tarde. ¿Todo para ver una casa, donde no vive nadie, a lo lejos?". Ella no olvidaba que en el momento clave de la incursión en el Paseo de los Tristes había echado la decisión metalmente a suertes. Yo no olvidaba que había atravesado el Paseo de los Tristes con el coche repleto de cosas, pasando a pocos centímetros de los turistas. Si no maté a nadie entonces, no lo haré nunca. Literalmente, no veía por dónde conducía.

"Ha sido jodido llegar... ¡pues esto es lo que te espera todos los días de tu vida, a partir de mañana". Se nota que el mudancero era auténticamente granaíno y que muy feliz, por mi idea de vivir allí, no estaba. "Las cosas no van a caber en el piso... ¡son demasiadas! ¡Pero ese no es mi problema!". Mientras se desmoronaba el mundo, y se rompía una caja de plástico llenando el Paseo de los Tristes con mis complementos informáticos, la casera fregaba tres o cuatro platos, absorta y sin ningún tipo de prisa. ¿Acaso pensaba dormir allí aquella noche?

Todo entró. Justo cuando mi madre me llamó, con un pasmo similar al de mi casera, para hacer preguntas de madre. "¿Tienes sábanas, hijo?". Y toda la casa estaba repleta de cientos de miles de objetos, todos ellos fuera de sitio. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que estaba cansado, como si llevara casi 24 horas de mudanza. Afortunadamente, Helena estaba en el momento de mayor actividad física de su vida y colocó en cinco minutos algo así como treinta cajas, suficientes para formar un pasillo y permitirnos llegar hasta la cama. Mientras tanto, la casera seguía fregando los platos a un ritmo insólito.

-"Mañana podemos ir a Málaga a llevar la cómoda y así tendrás espacio", me dijo. "¿Te viene bien a las siete de la mañana?". Creo que por mi cara de desaprobación descubrió que hasta yo tengo un límite físico. "Vale, mejor a las once".

Helena y yo fuimos a tomar un helado, que finalmente se convirtió en otra cosa (creo que era un Nestea, pero no estoy seguro), con vistas a la Alhambra. Al salir del piso, nos dio un ataque de risa y terminamos llorando sobre el descansillo de la escalera. Por todo. Porque aquella había sido la mudanza más difícil de la historia, porque la casera seguía fregando los platos y a mí me tocaría al día siguiente llevar una cómoda hasta Málaga.

Sí, la casera pensaba quedarse a dormir allí. Por eso pedí a Helena que se quedara conmigo. Porque en el sofá cama de la otra habitación una señora con los pies descalzos y aspecto de haber pasado a mejor vida hace algunas décadas, seguía invadiendo la casa por la que creía haber pagado una mensualidad completa. Las cosas. Por eso Helena se quedó. Por eso y porque su coche estaba aparcado en el hueco difícil (cómo no, yo me quedé el fácil) y sacarlo suponía otro reto infecundo a horas interpestivas.

Así pasé mi primera noche en el Paseo de los Tristes. Descubrimos que mi reloj, imitación de CASIO, en color amarillo, tiene luces de colores. Me dormí con Helena al lado, llevando una camiseta de FLORIDA con la que pasó metiéndose toda la semana y que ella terminó por estrenar. Eché de menos a mi ex-mujer, aunque tenía a mi lado a una mujer mejor, pues Paula me despertaba con voz ronca en mitad de la madrugada para decirme que no podía dormir o que el "Tantra Bar" hacía mucho ruido (Paula tiene dos carreras y solo 25 años, pero es una vieja prematura). Eché de menos saber que mi coche estaba bien. Eché de menos a mi familia y una conexión con ADSL para contarlo todo. Pero, por primera vez en bastante tiempo, me di cuenta de que todo estaba bien. Todo era perfecto, aunque la casera puediera entrar en la habitación en cualquier momento, con una sierra mecánica.

Había culminado uno de los sueños de mi vida.

De vuelta a Sevilla, sin nada en la maleta, me puse un CD de Quique González y recordé que Sabina tocaba en mi ciudad. Puede que pronto Fran Fernández cante una letra mía y me supe portador de una vida nueva, repleta de travesuras, de nuevos personajes, pero donde siempre habrá un sitio para los de siempre, pues mi lealtad es infinita, ya lo sabéis.

Estoy muy feliz. Pocas veces he estado tan feliz. Todo ha cambiado tan deprisa... Y ahora, cómo no, pienso en la Universidad, en EL MUNDO, en la tesis, y todos los proyectos parecen tener mejor pinta. Y tengo ganas de cambiar el STARBUCKS por el DUKIN, en la única infidelidad que cometeré este año. Tengo muchas ganas de recibir visitas y de ir a conciertos, de dar clases, de darlo todo por los nenes de Alcalá.

Jamás entendí demasiado bien a las personas que escriben un correo, estando de ERASMUS, y cuentan sus batallitas de forma general. Siempre pensé que sería mucho mejor ser más personal y escribir uno para cada persona. Ahora comprendo que no necesariamente da tiempo. Hay que sacar tiempo para vivir, pues eso es lo prioritario.

Tenéis casa. Que lo sepáis. A Ángela le debo el primer café. Todo lo demás irá cayendo, en el orden en que formulés vuestras peticiones. Estáis invitados y hay un sofá cama disponible en el piso más bonito del mundo.
Fernando Fedriani

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