De inicios y comienzos

lunes, 12 de septiembre de 2011

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Estoy un poco asustado. Cuando era alumno siempre pensaba que los profesores lo tenían todo claro y que para ellos los inicios los cursos eran semanas normales, en las que todo está bajo control, como siempre. Ahora, que me he acostumbrado a estar en el lado de los malos, que ya no me sorprende entrar en el servicio de los adultos, y que siento que los conserjes me miran hasta con cierto respeto, me doy cuenta de que una persona se mantiene joven si (y solo si) es capaz de ponerse nervioso en los momentos más incómodos. Los retos, las victorias y las derrotas, nos reviven si nos tomamos en serio todo lo que es grave, pero también los detalles tontos. Por eso me sigo poniendo nervioso, con la esperanza de seguir teniendo por delante primeras veces y ciclos abiertos. Me sigo poniendo nervioso con la esperanza de mantenerme también un poco loco. Al fin y al cabo, si el loco se mantiene en su locura, se convierte en sabio.

Cada año comienzo el curso como si pudiera ser el último y mantengo mis obsesiones en el mismo lugar. Entro en el aula, el primer día, y siempre pienso que puede ser el último primer día. ¡Lo pienso realmente! Cada año, doy las gracias por estar y por haber regresado. Pero también me pregunto por cuánto tiempo seguiré en el mismo lugar. Tengo asumido que no seré profesor de secundaria durante toda mi vida. Sé que hay para mí otro camino diferente (mucho más duro y confuso, quizá). Pero… ¿cuánto tiempo más seguiré sintiéndome orgulloso de hacer lo que hago? ¿Cuánto tiempo podré aguantar estándome quieto? ¿Cuántas veces podré escribir la palabra “funcionario” sin llegar a agobiarme?

Resulta mágico cuestionarnos las certezas, porque las leyes de la lógica son solo indicaciones vagas, si nos fijamos en los pequeños matices. Me encantan esos nervios de quien se sabe en la obligación de demostrar a cada paso que los anteriores no fueron una casualidad. Por eso me paro. Por eso me preocupa seriamente que verdaderamente este sea mi último curso, tal vez. Porque alguna vez, será. Por eso quiero disfrutar y aprovechar cada día, por si acaso. Quiero sentirme vivo, por si acaso. Quiero derrochar alegría y vida. Porque pienso que lo que no derroche ahora, lo guardaré para mí. Y será una pena. Y será la fuerza que no entregue, la que arderá conmigo.

Me preocupa agotar tan rápido los ciclos. Me asusta que las cosas no me divierten demasiado rato seguido. Me da pánico que cada año necesite tantos cambios para mantenerme despierto. Soy adicto al vértigo, más que al café. Y a veces hago cosas que no debo hacer, y dejo cadáveres en la cuneta, por ir demasiado deprisa. A veces me equivoco y al mirar atrás me siento gilipollas por no haber sabido pararme a tiempo. Porque es inhumano exigirte tanto, pero aún es peor ser siempre tan consciente de todos tus errores, de todos tus fracasos, del lugar exacto en que debiste dar un paso atrás.

Esta semana empezamos un curso nuevo, pero ya no lo siento nuevo. Como cada año he hecho una lista de objetivos. El más importante de todos es ser coherente con mi forma de ver el mundo y seguir aprovechando las oportunidades, aunque no vea claro a qué me llevan. Aunque me haga daño. Aunque me queme, quiero seguir adelante. Y fingir que todo va bien. Y que tengo las respuestas. Por si alguien, que ande más cegato que yo, decide creerme.

Querido fernando:

miércoles, 7 de septiembre de 2011

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Estoy en la terraza, como todas las tardes últimamente. Hay una caída de sol preciosa que ha dejado un ambiente mágico. El cielo se debate entre el amarillo, allí al fondo, detrás de esa iglesia en la bautizan a los niños a los casarán unos años más tarde; hasta el azul que queda a mi espalda, arriba en el Sacromonte, donde subirán los recién casados a despedir a sus abuelos. El azul se mezcla sutilmente con pinceladas de negro conforme parpadeo, como si mis pestañas actuasen a modo de pincel, y baña cada rincón del Albaicín con su triste tragedia. Los secretos sobre la vida y la muerte han venido a mostrarse ante mí en esta tarde tan igual a las demás, tan poco esperada. Entre medio se dejan ver los celestes, morados, rosas y naranjas, como si a un pintor se le hubiera derramado la paleta sobre mí. Y encima de todo, como si se tratase de polvos de talco, hay pompones de nubes disolviéndose tras los tejados. Cuando bajo la vista hacia la pantalla y vuelvo a mirarlas ya no están en el mismo lugar, ni de la misma manera. Todo cambia a cada momento. De repente me siento consciente de mi respiración y del milagro de estar viva, aquí en la terraza, mientras veo a los farolillos encenderse para desafiar a la propia naturaleza.

Hay un contraluz precioso entre las ondas de los tejados. Se marcan ya completamente negras las partes más oscuras de la pared, los rincones que no quieren ser vistos porque tienen algo que ocultar. Quién sabe qué serie de pecados mortales habrán sujetado esos muros. Se dejan ver, por su parte, las siluetas de las tejas como dientes simétricos y desgastados. El suelo se copia de su mayor en altura, el cielo, y comienza a vestir los huecos que quedan entre los ladrillos de negro luto. En realidad, la piedra existe porque hay un hueco a su alrededor que la dibuja. Me molestan los faroles, porque no me dejan distinguir la realidad de lo imaginario: las sombras de la gente que camina provocadas por la noche y las que forma el reflejo artificial de una bombilla. Quizás el secreto sea que ninguna parte es más real que las demás, que todo forma parte de una misma ilusión. La ilusión de que regreses pronto y te sientes aquí, a mi lado, a compartir conmigo 365 atardeceres nuevos.

El pintor desordenado se ha servido de las nubes para limpiar su estropicio, dejando un borrón negro por cielo de tanto mezclar los colores. Se han marchado las nubes, y la luz. Me quedo sola, a oscuras, con el puntero ansioso de continuar. Aún veo al fondo una luz amarilla y, dibujado con trazos de carboncillo negros, la copa de dos árboles y dos campanas enmarcadas por unos ventanales que están bañados en su interior de un amarillo aún más intenso. Arriba, en la punta, una veleta girada convenientemente crea la ilusión de ser una cruz, y eso me hace pensar en ti. Después de tantos años dando tumbos y de tantos giros inesperados, hoy el atardecer acaba en ti.

La Nacional

domingo, 4 de septiembre de 2011

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Antes me ha dado por evitar la autopista. He recordado que tú siempre decías que te aburría. Te gustaba más la Nacional porque corren los coches en ambos sentidos y ese reto evitaba que perdieras la concentración.

Esta carretera, con sus curvas y con sus baches, me ha hablado de ti. Me ha recordado que muchas veces los retos nos sientan bien. Nos ayudan a crecer. Nos ayudan a vivir. Nos construyen y nos motivan como una buena crítica. A tiempo.

He tomado la Nacional. Iba solo y escuchaba la voz del GPS advirtiéndome de que no había tomado el camino correcto. Sin embargo, estaba en el lugar adecuado. He recordado que masticabas chicle cuando conducías, que tu radio se escuchaba fatal porque la tiré al suelo el día mismo en que te la regalaron. Jamás me lo reprendiste. Jamás te quejaste. Y me enseñaste, con tu radio rota, que quejarse no sirve para nada cuando hay opciones de comenzar otra vez, de seguir luchando, de levantarte temprano y con más rabia. Eso me lo enseñaste tú y por ello tengo todo lo que tengo y soy todo lo que soy. Y ya pueden matarme a palos que jamás dejaré de luchar. Porque tú estás dentro de mí.

Sin embargo, hoy he sentido ganas de tomar un café contigo. Nunca me pasa, ya ves. Cuando era niño, cuando te marchaste, yo no tomaba café todavía. Tú y el café estáis en etapas diferentes de mi vida. Pero me ha dado por pensar en pedirte consejo, en juntar ambas etapas. ¿Te gusta ver mi nombre escrito sobre la portada de un libro? Estoy seguro de que me dirías que esto es un trabajo más, que si se me sube a la cabeza estoy perdido. Estoy seguro de que me dirías que vender libros es una estupidez porque lo verdaderamente importante es ser feliz mientras los escribes.

Hoy voy a comenzar a escribir mi tercera novela. Si Dios quiere, y los editores quieren, se publicará también. Hasta hoy no he sido capaz de dedicarte un texto. Jamás escribo sobre lo mucho que me diste ni sobre lo mucho que me quitaste. Hoy, por primera vez, al detener el coche, supe que eso tiene que cambiar. No tengo nada. Ni el título, tengo. Solo el hambre. Sin embargo, tengo claro que esta va a ser tu novela, aunque no se hablará de ti en ella, ni contaré todo aquello que vivimos.

Papá, esta es tu novela, pero esta es la única página de todo el libro que muestra algo verdaderamente mío. Me gusta ficcionar porque le das la vuelta a la vida y resucitas a los muertos, enamoras a los vivos, gestionas el tiempo y administras el amor. Ante todo, y sobre todo, la literatura es mi forma de obtener y de regalar inmortalidad. Esa que tanto necesito. Escribiendo dejas constancia. Todo, absolutamente todo, te pertenece, incluso aquello que alguien te arrebató, lo que dejaste sin gastar o te quitaron demasiado pronto.

Las dedicatorias suelen tener dos o tres líneas, pero nunca se me dio demasiado bien la tarea de resumir. Ahora te necesito y no te tengo. ¿Cómo se plasma eso en una dedicatoria? ¿Pongo tu nombre y espero a que la gente se imagine el resto rebuscando en mi biografía y descubriendo que falta algo?

Quiero dedicarte esta novela. Porque me miro y en mis ojos veo los tuyos. Porque a veces, en días como hoy, le cojo miedo a los puntos finales. Porque a veces, en días como hoy,