Querido fernando:

miércoles, 7 de septiembre de 2011

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Estoy en la terraza, como todas las tardes últimamente. Hay una caída de sol preciosa que ha dejado un ambiente mágico. El cielo se debate entre el amarillo, allí al fondo, detrás de esa iglesia en la bautizan a los niños a los casarán unos años más tarde; hasta el azul que queda a mi espalda, arriba en el Sacromonte, donde subirán los recién casados a despedir a sus abuelos. El azul se mezcla sutilmente con pinceladas de negro conforme parpadeo, como si mis pestañas actuasen a modo de pincel, y baña cada rincón del Albaicín con su triste tragedia. Los secretos sobre la vida y la muerte han venido a mostrarse ante mí en esta tarde tan igual a las demás, tan poco esperada. Entre medio se dejan ver los celestes, morados, rosas y naranjas, como si a un pintor se le hubiera derramado la paleta sobre mí. Y encima de todo, como si se tratase de polvos de talco, hay pompones de nubes disolviéndose tras los tejados. Cuando bajo la vista hacia la pantalla y vuelvo a mirarlas ya no están en el mismo lugar, ni de la misma manera. Todo cambia a cada momento. De repente me siento consciente de mi respiración y del milagro de estar viva, aquí en la terraza, mientras veo a los farolillos encenderse para desafiar a la propia naturaleza.

Hay un contraluz precioso entre las ondas de los tejados. Se marcan ya completamente negras las partes más oscuras de la pared, los rincones que no quieren ser vistos porque tienen algo que ocultar. Quién sabe qué serie de pecados mortales habrán sujetado esos muros. Se dejan ver, por su parte, las siluetas de las tejas como dientes simétricos y desgastados. El suelo se copia de su mayor en altura, el cielo, y comienza a vestir los huecos que quedan entre los ladrillos de negro luto. En realidad, la piedra existe porque hay un hueco a su alrededor que la dibuja. Me molestan los faroles, porque no me dejan distinguir la realidad de lo imaginario: las sombras de la gente que camina provocadas por la noche y las que forma el reflejo artificial de una bombilla. Quizás el secreto sea que ninguna parte es más real que las demás, que todo forma parte de una misma ilusión. La ilusión de que regreses pronto y te sientes aquí, a mi lado, a compartir conmigo 365 atardeceres nuevos.

El pintor desordenado se ha servido de las nubes para limpiar su estropicio, dejando un borrón negro por cielo de tanto mezclar los colores. Se han marchado las nubes, y la luz. Me quedo sola, a oscuras, con el puntero ansioso de continuar. Aún veo al fondo una luz amarilla y, dibujado con trazos de carboncillo negros, la copa de dos árboles y dos campanas enmarcadas por unos ventanales que están bañados en su interior de un amarillo aún más intenso. Arriba, en la punta, una veleta girada convenientemente crea la ilusión de ser una cruz, y eso me hace pensar en ti. Después de tantos años dando tumbos y de tantos giros inesperados, hoy el atardecer acaba en ti.

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