Siempre que paseo por el Sacromonte veo platos decorados con mosaicos, de esos de colgar que tanto te gustaban, y me acuerdo mucho de ti. Bueno, en realidad los platos no son más que una excusa para dedicarte un pensamiento. Te tengo muy presente.
El abuelo está bien, lo cuidamos entre todos y él va aprendiendo a dejarse cuidar. Aunque le cuesta aprender a vivir sin ti, después de tantos años. Tito Paco murió hace poco, aunque tú esto ya lo sabrás.
No te voy a engañar: Te echo mucho de menos. Pienso en ti tras cada paso que doy, tras cada logro. Y a veces, supongo que como todos, me lamento por todo aquello que quedó por decir o hacer, o simplemente porque ya no puedo mostrarte todo lo que ha ocurrido durante tu ausencia. Ojalá estuvieras aquí y pudieras decirme que estás orgullosa de mí, que lo estoy haciendo bien. Ojalá pudiera verte salir a comprar cada mañana, haciendo como que tiras del carro, ese que en realidad te servía de bastón, y que parases por el camino en cada tiendecita para contarles a todas las vecinas lo lista que es tu nieta, la universitaria, lo bien que le va y la vida tan bonita que tiene.
No te voy a engañar: Volver a casa duele. Duele el barrio, las macetas, las comidas caseras, las fotos, el 25 de abril y sus días cercanos, el Cautivo, tu balcón, tu portal y las escaleras de tu casa, seguir viendo “Abuela” en la agenda de teléfonos del móvil, el jamón cocido y los huevos con pan migado, el recuerdo de tus manos y de tu incansable sonrisa, el olor de tu casa, las damas de noche y los jazmines, la manguera en la terraza, las almendras fritas, los perros que se llaman “Yaqui”, los hospitales y la avenida de Carlos de Haya. Duele cada atardecer que contemplo y que tú ya no puedes ver. Duele saber que el mundo es un lugar tan injusto como para ser capaz de abandonarnos a nuestra suerte llevándose a alguien como tú de nuestro lado. Duele no tener tu abrazo, no volver a ver nunca más tu sonrisa.
Duele conocer el fin y saber que nada queda. Que la gente buena se muere igual que la mala, que los méritos no te salvan del dolor ni de la agonía. Duele recordarte luchando contra la muerte, peleando por cada sorbo de aire sin saber cuál sería el último. Duele saberte quieta, para siempre.