Madres e hijas

sábado, 2 de octubre de 2010

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Esta tarde estando en el supermercado presencié una curiosa y cotidiana escena sobre la que no me he podido resistir a escribir. Las actrices protagonistas son dos madres con sus respectivas hijas, de unos 5 ó 6 años, haciendo cola en la caja para pagar. En esta escena una de las mujeres le pide a su hija que se esté quieta y vaya con ella, a lo que la pequeña, meneando la cabeza, le responde que no de una forma que me pareció un poco sistemática. Entonces la otra madre de forma instintiva, como para tantearla, hace lo mismo con su niña y la llama; pero ésta le responde que sí y le da la mano. Las dos mujeres se miran con cara de resignación y la segunda madre, para compensar a la primera por su sensación de frustración como educadora, se limita a cambiar de tema y halagar el color tan bonito de su blusa nueva.

¿Qué triste, no? La verdad es que me llama muchísimo la atención esta última parte, casi tanto que me escandaliza. ¿En qué momento los padres han olvidado que a ser padre también se aprende? ¿Qué clase de actitud es esa de evadir el tema hablando de cosas triviales en lugar de tratar de pedir ayuda y buscar consejo? Bueno, tengo que aclarar que la actitud de las niñas me parece de lo más natural. Los niños pequeños tienen que aprender a decir “no” y a tantear las situaciones para saber medirlas y comprender qué es correcto e incorrecto, y la forma que tienen de hacer esto es practicando a lo largo del día a día.

Lo que realmente me parece preocupante es la actitud de incomprensión e indignación de la madre, que parece no entender que su hija esté haciendo algo tan bonito como es experimentar y buscar la línea exacta en la que se sitúan sus límites. Quizás deberíamos tener más presente que nuestro papel de adultos con respecto a los niños pequeños, sean nuestros hijos o no, es ejercer de lo único que ellos no tienen, ya que es una cuestión ética y social: Una consciencia capacitada para diferenciar lo bueno de lo malo y preparada para medir y asumir las consecuencias de sus actos.

Por último, ya que he analizado el comportamiento de la hija, me voy a detener a analizar también el de la madre. ¿Qué es lo que ocurre para que se sienta mal? Bajo mi punto de vista, el problema no es la respuesta de la niña sino el sentimiento de inferioridad que la madre siente con respecto a su amiga, ya que ésta aparentemente sí “domina” a su hija. Qué malas son las comparaciones. ¿Y qué nos dice su forma de reaccionar ante el problema? Creo que esta situación, como casi todas en realidad, sólo tiene dos posibles soluciones: Aceptar la respuesta como válida o hacer comprender al niño que ha ido más allá del límite y que esa puerta aún no puede cruzarla. Habrá quien sostenga que a los niños hay que disciplinarlos y enseñarlos a obedecer y por tanto la madre tenía la obligación de regañar a la pequeña. Yo personalmente soy de la opinión de que los niños tienen el deber de experimentar y moverse por el máximo número de registros posibles aunque a veces esto suponga desafiar a la figura de autoridad que tengan más cerca.

Eso sí, hay que ser consecuente con uno mismo, y aquí es donde nace el sentido de este texto. Tanto una solución como la otra son perfectamente válidas y respetables, pero lo que me parece intolerable es que la madre elija la opción de aceptar el “no” como respuesta valida y no disciplinar a la pequeña mientras se siente mal por ello y piensa que está educando mal a su hija. Ya que los niños tienen el deber de experimentar, los padres tienen el deber de educar. Y educar significa enseñar a aprender, a medir, a avanzar y también a frenar. En definitiva, educar significa fomentar un criterio lógico y a la vez particular que garantice que esa personita en un futuro podrá usar su sentido común para sobrevivir.

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