Dos bolas de partido...

sábado, 29 de enero de 2011

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Es posible/probable que cumpla el gran sueño de mi vida esta próxima semana. No me preocupa que, llegado el momento, si todo saliera mal, tenga que reconocer que no lo conseguí, que las cosas no salieron como yo esperaba. No me preocupa tener que escribir otra entrada en el tablón, con un tono pesimista, porque estoy dándolo todo ahora, y ahora soy optimista, estoy arriesgando todo lo que puedo arriesgar, estoy peleando con todas mis fuerzas y no me preocupa en absoluto el fracaso, pues vale mucho más un fracaso en aquello que nos importa que una victoria en cualquier otro plano de la vida.

Casi siempre nos enseñan que hemos de hacer las cosas adecuadas, que hay que ahorrar dinero, salir con alguien que nos mima y nos protege, no está bonito hacer lo que hice anoche, y hay que escoger una casa grande, por si llegamos a tener familia, pues tenemos que afrontar que hay cosas que son imposibles. Porque era imposible, todo el mundo me lo decía, sacar las oposiciones a la primera. También lo era conseguir un instituto que me permitiera vivir en Granada, eso me lo decía siempre el cenizo de Nicolás, o residir en un lugar como este. También era imposible ser columnista de EL MUNDO y lo conseguí bien pronto. Como tantas cosas. Una y mil veces me dijeron que jamás sería capaz de publicar un libro antes de los dieciocho años. Y ahí queda. ¿Qué es lo siguiente? ¿Ser doctor? ¿Fichar por ECOEM? ¿Qué toca? No voy a limitarme.

Ahora, una vez más, estoy a punto de conseguir un sueño que, casualmente, es para mí el más importante de todos. Estoy a punto de convertirme en novelista y en escritor profesional (aunque eso segundo, en gran parte, ya lo he conseguido gracias a EL MUNDO). Estoy a punto de firmar un contrato para publicar mi primera novela. Estoy a punto de echarme a llorar con la satisfacción de saber que todos estos años, que todo mi esfuerzo, ha dado rendimiento. Porque muchas veces no lo pareció, os lo aseguro. Muchas veces tuve la sensación de que jamás podría conseguirlo y de que era imbécil por echar tantas horas delante del teclado. Muchas veces me dejé guiar por todos aquellos que dicen que hay que buscar un piso grande, por si viene familia. Para todos ellos, en estos momentos de incertidumbre, tengo ganas de escribir que el mundo está repleto de gente mediocre porque nadie, en algún momento, les zarandea y les dice “eh, tú… ¡so subnormal! ¡Anormalito! ¡Lucha un poco, mariconazo! ¿No te das cuenta de que estás perdiendo tu vida por culpa de tus propios temores? ¿No te das cuenta de que algo se vuelve imposible solo cuando nos convencemos de que no es posible? No hay límites, si no los ponemos nosotros”.

Quiero ser un ejemplo. Estoy a punto de cumplir un sueño. Soy un profesor de Lengua mediocre, pero eso no importa lo más mínimo si consigo comunicar a (mi) mundo que todo, absolutamente todo, está a nuestro alcance si nos impedimos a nosotros mismos decirnos “no es posible”.

Tengo muchísimo miedo. Estoy muy asustado. Y me siento frágil y pequeñito. Llevo varias noches temblando de noche y diciendo un millón de cosas raras, en sueños, cosas que hablan de fracaso, de Victoria, cosas que demuestran que este es, sin lugar a dudas, el momento que llevo toda la vida esperando.

Estoy llorando en este momento. Solo. En el piso. Con mi taza de los valores sobre la mesa. Es una taza que pone “sabiduría”, “alegría”, “inteligencia”, “simpatía” y un millón de cosas obvias. La vi en una estantería de un comercio chino y le dije a Helena que quería que esa fuera la taza de mi vida. Y aquí está, sobre la mesa. Y dentro tiene un café de la Nesspreso que se me ha quedado frío porque siempre me olvido de beber cuando estoy escribiendo. Creo que es porque nada me gusta más que escribir. Ni siquiera el café. Será eso. Y será también por eso que estoy llorando como un auténtico gilipollas en este momento. Porque nada me gusta más que escribir… y de mayor quiero ser escritor. Y de los buenos.

Necesito que alguien me dé un abrazo, en este momento, y que me diga “vas a conseguirlo”. Pero como no hay nadie, a mi lado, opto por dar un paseo, porque Granada me recuerda siempre que

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