Con algo de fiebre

miércoles, 2 de marzo de 2011

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Hoy en clase, a primera hora, notaba cómo el pulso me temblaba sobre la pizarra. No sé si tenía fiebre o qué, pero si no era eso, se le parecía bastante. Tenía la mirada ida, me encontraba cansado, me dolía la cabeza, y la voz no me salía. Encima, qué coño, sabía que podría haberme quedado perfectamente en casa. De haberme despertado envuelto en sudor, hubiera apagado el despertador y me hubiera atraído a su seno el quejumbroso letargo del café recién hecho, de las niñas de mofletes sonrosados, de sueños confusos y miradas perdidas. Hoy, en suma, he hecho mal yendo a trabajar. Debí descasar, levantarme tarde, sudar despacio, y temblar de otro modo.

Ya no sé si mi pulso tiembla o qué. Sobre el teclado eso da lo mismo. Solo sé, y no es poco, que estar despierto no es tan diferente ni tan importante. Me impone el coche, recortando curvas, recordando las curvas de los vientres que sentí sobre mí, que me dieron la poca fuerza que hoy tengo, y que en esta mañana me ha hecho creerme capaz de salir de cualquier atolladero, de todos los estados que he redactado, que hablan del cambio de estación, de las escamas y de los besos que saben a queso, a mar del sur, a fuentes de fruta fresca derramada y en calma.

Si recuerdo el tren, dormido en aquel andén, y me da por preguntarme qué fue de aquella noche, de aquel taxi, de los conserjes de noche, de las esquinas finas de una ciudad desnuda, la piel de mi cuerpo se eriza, como un bendito amanecer de mentiras, de paños velados, de azucenas quemadas, como mis labios, en pleno holocausto de mar y de ceniza. Por un beso o por dos.

No tengo la pluma fina. No fluyen las palabras, pues la ronquera es solo un reflejo del puteal de haber sentido demasiado. La bruma, esa tan cara, el despertar confuso, la sierra a lo lejos, los montes diminutos, tus manos firmes, y oscuras, y tantos párrafos como parezco haber desordenado, son un reducto resultante y frito, la fina e inmisericorde redención que tanto necesito. (Y el perdón que me auxilia). No sé si hablo de mí, de ti, o de nada en concreto. Quizá sea eso. Todo un espejismo, como tantas veces que me pongo a redactar sin un fin, por pura masturbación letrina, para echar afuera sentimientos caóticos y bellos. Pensando en Atenea. Pariendo la parte endémica de un estigma roto, que se queda dentro, que habla de cosas que pocas veces, y ni siquiera hoy, comprendo del todo.

La fiebre es ese estado sin constitución, sin leyes y sin reos. La fiebre es la paz que anida en mi silueta. La breve intensidad de las pequeñas luces. La fiebre me habla del conserje. Siendo francos, siendo frascos, ya lo he dicho y derramado, como quien se deja intimidar por las llantas fijas, sobre el asfalto quieto, sin razón, sin cadena, sin átomos de azafrán, que enarbolen corajes, misterios, cáncamos y quicios, con la sorpresa de la casera violada, de los sentidos grises, de los textos que no saben a nada. Por la fiebre. Porque no pueden. Porque habrían de escribir, me imagino, cosas que no son puras.

Putas las luciérnagas. Sobre la cama. De un arrabal de pisadas sobre el techo. De gente que sueña dormida. De jinetes y de yonquis, de camellos que tiraron por la borda a los reyes, sin mayor autoestima ni honradez, para dejar sin su carbón al más cabrón de los seres, al mal nacido que prendió la luz, por el hecho de dar su voz, a las mentiras de siempre, a los susurros sin entrañas, de tantas palabras que te apuñalan a mí. Que te hacen saber, en este momento, por tal ventura, que te tengo presente, y que conduelo cada paso de tus caderas finas, de las pisadas de gata en las que ansío un bejamín de champán que está por beber sobre tus pechos, sobre lagartas de zinc, al borde del cerumen que recubre las estrellas.

Tengo fiebre. Por eso digo lo que digo. No me hagas caso. No sé qué me digo y si digo algo, aunque sea de refilón, que atine y que aturda a cierto, añádele la duda al resquemor que aun me queda. No es oro, ni lo que reluce ni lo que aguarda bajo la mierda, solo una hoja seca, de navaja, de novela, del discurso tenue y roto, que he cimentado en esta tarde de confusión y de duda. Como si te importara. Como si sirviera de algo. Como si tuviera coherencia o cohesión. No faltan tildes. Como si en mí, en este momento, pudiera aguardar algo puro o algo bello. Todavía.

No te equivocas y te equivocas. No es fácil para mí decir lo que siento. Creíste saber, y pensar, que el rayo de luz se depositó sobre tu mirada turquesa por la causalidad de una ventana descorrida. En la paz de una cabeza cortada, que devuelve el tajo, del vuelo fugaz, para dotar de vida, a un maniquí que quiere, y que puede, recobrar por vez primera sus alas. Ahí te encuentro. Para pedirte que te fugues conmigo. En el furor de la fiebre. Entre tus uñas y las señas. De identidad. De una pasión dormida. De la certeza de sabernos inmortales. Prófugos de la noche en la fiebre. De la fiebre. De tu rostro desnudo y sin nombre.

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