La enormidad

viernes, 18 de febrero de 2011

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Estoy a punto de firmar un contrato para editar mi primera novela. Ese papel, trazar un garabato sobre él, me da mucho miedo.

Hoy he madrugado de más. Es sábado y no estoy en Granada. En este momento si bajo la basura veo contenedores, asfaltos y un perro que se despereza. Hay abajo un camión de SUPERSOL en el que un hombre todas las mañanas escucha a Federico. Mi calle es fea. Solo que, de tarde en tarde, llega la primavera y a los árboles que la circundan les da por parir flores, como aquella montaña que parió un conejito. Es entonces un manto amarillo, de pétalos pisados, de esquirlas diminutas, que alientan los sueños de todos los residentes de esta burbuja burguesa, del campo de acción en el que siempre, desde que fui un cigoto con demasiados pájaros en la cabeza, crecí y traté de ligar.

Pero este instante ha sido precioso. Me he asombrado al balcón y me he conmovido como la primera vez. Ha salido el sol de un modo prodigioso. Me he sentido culpable, de hecho, de no haber presenciado este reflejo a lo largo de estos años. ¿Acaso tengo algo más hermoso que hacer? Desde el balcón de mi infancia, justo aquí, los primeros leños del día nos llegan revueltos de un halo dulce que acaricia la retina, que nos sabe inmortales, que nos hace creer que este sábado, que será como cualquier otro, es una puerta abierta a la inmortalidad, como cualquier otro. No sé describirlo. Salió y... ¡ya es de día! Como si se hubiera abierto una persiana descomunal que casi nadie ha presenciado, pues la ciudad aún duerme. Y yo, como un gilipollas, con la mirada dispersa, con los pájaros de mi cabeza batiendo alas, me he puesto a llorar con los pelos de punta.

Estoy a punto de firmar el contrato de publicación de mi primera novela y me ha dado por pensar que, siendo yo adolescente, en ese mismo balcón, salía por las noches a escribir. Pasaba sobre los folios tantas horas que al final no sabía distinguir el blanco de la oja y el blanco de mis hojos (sic). Tenía una tradición que jamás le he contado a nadie. Aguardaba en la baranda hasta que los muchachos del camión de la basura aparecían. Entonces ellos, que recorrían esta calle tan fea, en la que cuando bajo la basura no veo la Alhambra, vaciaban los contenedores de mierda, y yo sabía que había legado mi momento. En ese instante había llegado el momento de irme a la cama, siempre a la misma hora. Mi madre andaba en su quinto sueño y pensaba de mí que estaba loco. Pero yo veía la costelación del Nesquik en los posos de la leche, y sentía entre las sábanas que algún día sería escritor y que la gente me diría que escribía bien. Sentía que viviría en Granada, que besaría a mujeres bonitas, que tendría permiso para llorar, de forma desordenada, porque la gente siempre respeta el llanto de aquellos a los que consideran artistas.

Estoy más mayor, es innegable. Ahora, en este destello, he recordado todo aquello. Es muy probable que me haya acostumbrado a madrugar. Anoche los muchachos de la basura pasaron, pero yo no los escuché. Da fe de ello que los contenedores amanecen vacíos, y que todo espera el inicio de nuevas esperanzas.

Pienso yo que nadie, en este momento, puede ser más feliz que yo. Es cierto que dentro de un rato, cuando me toque vestirme, se me pasará. Llenaré todo esto de cosas por hacer, de multas de tráfico, de titulares de prensa, de exámenes repletos de faltas de ortografía. Es cierto que durará poco pero, precisamente por eso, me he echado sobre el ordenador como el notario marica que soy, siempre tan deseoso de relatar la constatación de mis estados de ánimo.

Supongo, me imagino, llegados a este punto, que la enormidad da tanto miedo porque todos hemos vivido momentos de felicidad antes. (Obviedad). ¿Acaso no me asusta dejar de sentirme como me siento ahora? Quizá sea solo eso.

Se abre la puerta. Alguien se ha despertado. Hubiera hecho bien apagando la luz. Por desgracia, ya es tarde. Aunque acabe de amanecer.

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